sábado, 27 de julio de 2013

Cuento que forma parte del libro EN RED DANDO HISTORIAS, Grupo Literario Tallerines



CAUSA PROBABLE

Aquí estoy, observando lo que sucede. En la calle la ambulancia, los paramédicos, el cuerpo sobre la camilla y la curiosidad de los vecinos. Los oficiales entran y salen de la casa. Estefanía da su opinión sobre los hechos al detective, y los científicos criminalistas espolvorean las superficies y toman huellas. Hay un cadáver y deben dar con la causa probable de la muerte. ¡Pobre Bernardo!
Nos conocimos en el Drugstore de Chacaíto, un sitio de encuentro en los años 70, donde se vendían perros calientes kilométricos y cervezas a litro. Sara y yo tratábamos de devorar, entre carcajadas, el “hot dog” extra-largo y ahogado en salsas, con la belleza propia de la juventud y sin preocuparnos por la silueta. Bernardo abandonó su mesa y se acercó.
-¡No las creo capaces de acabar con eso!-dijo.
-Ayúdanos-le propuse.
Entonces, se presentó.
Comenzamos a salir y el amor nos abordó de inmediato. Bernardo estudiaba en la Escuela de Medicina, yo en la de Arquitectura, en universidades diferentes y retiradas. La despedida se nos hacía cada vez más difícil. Por el matrimonio, abandoné la carrera y conseguí un empleo. De esta manera, Bernardo se graduaba. Luego me encargaría de terminar los estudios. El futuro era extenso y lleno de posibilidades.
Se recibió con honores. Pronto lo contrataba una de las mejores clínicas de la ciudad y era reconocido como un excelente especialista. En esa amalgama de triunfos, los años pasaban. Yo, entretanto, sin regresar a la facultad. A pesar de ello, me sentía bien: una posición económica de privilegio y un esposo amándome cada día más. Nuestros aniversarios eran la excusa adecuada para recorrer el mundo. ¿Nos hacía falta algo? Sí, los hijos. Cuando nos enteramos de que me era imposible tenerlos, dijo: “Lo que no se tiene, no se añora.” Una vorágine de agradecimiento me unió a él como nunca. Seríamos uno para el otro. Nadie más. Comprendí que sin Bernardo a mi lado, nada tendría sentido. No pude percibir el abismo que me esperaba al convertirlo en el centro de mi existencia.
La duda llegó como una picadura de zancudo, en las vísperas del vigésimo aniversario de casados. Después de tantos años, yo no podía pretender que nos consumieran las mismas llamaradas. Los cambios en su actitud obedecían, por tanto, a las nuevas responsabilidades como director y socio de la clínica. Por eso, cuando me dijo que en esta oportunidad, el aniversario lo celebraríamos en un buen restaurante y no con un viaje, me extrañó. Y aunque continué conversando con normalidad, algo ya no me dejó en paz.
Imposible dormir. El aguijón de la incertidumbre hería la fe en él. ¿Por qué cambió de planes? ¿Acaso no me había dado cuenta de que Bernardo no era el mismo? ¿El motivo era otra mujer? Pasé horas buscando respuestas. Por la mañana, como quien se aplica una pomada y calma el ardor, me dije: “No, debe ser que está muy ocupado. Estoy viendo fantasmas.”
Pero la picadura fastidiaba cada vez más. Comencé a sospechar de los horarios imprevistos, las salidas repentinas y las llamadas misteriosas. La duda me sumergía en el miedo a perderlo. Cuando me atreví a preguntarle, sonrió mientras respondía: “No creo que a estas alturas puedas desconfiar de mí”. Me abrazó, como de costumbre. No lo sentí igual. Me dejé arrastrar por los celos. Supe lo que era el infierno.
 Una tarde, llegó Sara de visita. Sus ojos recorrían la sala, como si fuera la primera vez que estaba allí. Esa actitud fue otra alarma. “¿Qué pasa, amiga?” “Nada, ¿por qué preguntas?” Yo la conocía demasiado. Supuse que se debatía entre la adhesión a mi persona y la pena que pudiera causarme con sus palabras. Imaginé y quise morir. Sin embargo, disimulé:
-Anda, chica, cuéntame lo que sea, para eso somos amigas, ¿no?
-Ok…, con tal de que no le comentes a Bernardo lo que te voy a contar. Al menos, no le digas que fui yo.
-Prometido.
-Lo he visto varias veces con una chica en un restaurante. No me pareció que fuera una de sus colegas. Tal vez no sea nada, pero averigua, por si acaso.
¿Nada? El insecto de la incertidumbre ahora era un alacrán que emponzoñaba. Con todo, me armé de fuerza para desempañar el  papel de la esposa ingenua que había sido hasta ese momento. “¿Cómo te fue hoy, querido?” Mientras se duchaba, revisé su celular. En la agenda, el nombre de Estefanía Casas me humilló. No pude evitar que el reptil de la venganza envolviera entendimiento y corazón. El desquite debía ser impecable e implacable.
¡Cianuro!, el método más vulgar y usado a lo largo de la historia criminal. Era verdad, nada insólito, pero válido. De algo debían servir las horas gastadas frente al televisor; tiempo en el que mi amado esposo recogía los laureles de su desempeño profesional. CSI, Criminal Mind y Detectives Médicos me ayudarían a ejecutar el crimen perfecto. El precio justo por su deslealtad. Nada de huellas dactilares, ni ADN o células epiteliales. En todo caso, mi imagen de esposa abnegada no conjugaba con actos de esa especie. Por eso decidí llevar a cabo el plan. Con los guantes quirúrgicos de mi cónyuge puestos, tomé la llave de la gaveta del escritorio y abrí la alacena de medicamentos. El cianuro terapéutico, el mejor de los aliados. Esa noche, una que pudo haber sido maravillosa, lo esperaría vestida para salir a celebrar nuestra veintena de felicidad.
No llegaba. Me corroía la impaciencia. El anhelo de desquite era mayor que cualquier asomo de remordimiento. Al fin, el auto que se apagaba, los pasos y la puerta que se abría. Me besó. Estaba contento. Como me sucedió con la visita de mi amiga, intuí que detrás de su pose, ocultaba algo. Sirvió licor en un par de copas. Sonó el timbre. Las colocó sobre la mesa.
 -¡Vamos a celebrar!-exclamó, mientras se dirigía a la puerta.
¿Celebrar qué? ¿Mi dolor? ¿La afrenta? ¿La traición? Aproveché el momento para mezclar la dosis letal en una de las copas. Escuché un murmullo de voces y la puerta al cerrar.
-¿Quién es?-pregunté.
-Te tengo una sorpresa, y sobre eso quiero hablarte. Creo que ya es hora de que conversemos. Te habrás preguntado por qué no salimos de vacaciones este año. Hay momentos en que se deben tomar otras decisiones, como ésta, que ya estoy por comunicarte. Espera un poco. Quiero que conozcas a alguien.
Era ella, con la lozanía y la sonrisa de valla publicitaria a cuestas. Cargaba un portafolio. ¡Qué osados! Mi esposo servía otra copa y se la entregaba. Luego, él y yo tomamos las nuestras. “¡Brindemos!”, dijo. “¡Sí, brindemos!”, confirmé. Las copas regresaron a la mesa, a medio beber. Me hundí en un lago de paz. “Te mereces esto y más”, pensé. Sólo había que esperar un poco. Mientras tanto, me dediqué a escuchar.
-Como te decía, mi amor, tomé una decisión. Cambiar de regalo en esta fecha tan especial. Por eso la invité a ella. Estefanía es una  promotora de casas en venta. En los últimos tiempos, me ha ayudado a decorar la que acabo de comprar y donde nos mudaremos próximamente. Por eso no hubo viaje esta vez. Creí que una villa cerca del mar te gustaría mucho más.
Las palabras me confundían, hasta que pude cuantificar la magnitud de mi error. En tanto extendían planos y fotografías, yo braceaba en medio del horror. “¡¿Qué hice?!” Una pesadilla entretejida con los hilos del miedo al abandono. “Estefanía Casas…, un nombre al lado de una referencia”. Tarde lo entendía. De pronto, Bernardo se levantó del sillón. Me miraba con unos ojos descomunales. Quiso alcanzarme y no pudo.
Ahora todo está como yo lo planifiqué. Las huellas de mi esposo en los objetos usados en el “supuesto crimen”, como se dice en las noticias, mientras no se compruebe la veracidad de los hechos. Observo las consecuencias de mi venganza, y no me produce placer. Al contrario, me invaden el arrepentimiento y la vergüenza. Bernardo, mi Bernardo… ¡Cómo llora! No por el remordimiento, como imaginé que sería, sino por el dolor. Sufre, sí, pero libre de todo pecado. Y yo, alejada del cuerpo, en este limbo inaccesible, donde nadie puede escucharme, me desgarro, porque me atormenta la idea de que los detectives no puedan encontrar una causa que me incrimine y, a él, lo libere.   
Olga Cortez Barbera

2 comentarios:

  1. Esta historia enlaza muy bien la realidad con la ficción, dejando ver la angustia manifiesta de quién al sentirse presuntamente engañada, toma justicia por sus propias manos, sin realizar las verificaciones pertinentes. Toda acción genera efectos y responsabilidades que hay que asumir. Interesante la historia y muy ejemplarizante.

    ResponderEliminar
  2. Saludos, amiga. Tallerines ha sido mecha inspiradora y lazo de amistad. Lindo proyecto fue unir nuestros trabajos en ese libro. Me alegra leerte ahora por acá. Un abrazo.

    ResponderEliminar