domingo, 25 de agosto de 2013

CUMPLI 60 AÑOS


Celebrando con un jugo de lechoza

Nada extraordinario. ¿Cuántos cumplen hoy conmigo? Sin embargo, para cada uno de nosotros tiene un significado diferente. Para mí, es un día especial. Sobre todo, porque cuando cumplí los ocho, en esas ocurrencias que tienen los niños cuando oyen hablar de treinta años, me parecía que llegar a esa edad era toda una proeza, aunque ese no fuera el término empleado. Apenas comenzaba a nadar en las aguas del aprendizaje. Sigo, y seguiré, nadando en ellas, hasta el fin de mis días. Cuando llegué a los quince, parecía que faltaba mucho. De pronto, me vi en los treinta. Luego, como en la corriente rápida de un río, desemboqué en los cuarenta. Casi sin darme cuenta, ¡Upa!, los cincuenta y… ¡Ay, tía!, como dicen mis sobrinos, hoy llego a la meta de los sesenta. Una cifra que para ellos es algo así como el acabose. Los comprendo, yo también creía lo mismo. Se me vienen las palabras de mamá el día que llegó a los ochenta: “Es curioso, me asomo al espejo y veo a una viejecita, pero, por dentro, no lo siento así”. También la comprendo. El espejo es una cosa, el espíritu otra.



Mi madre y yo

¿Por qué es un día especial? Debo caer en un lugar común: Se cierra un ciclo y comienza otro. Más allá de eso, porque me siento contenta. Miro hacia atrás, y doy gracias por lo que he vivido. Miro dentro de mí, y me gusta lo que veo, a pesar de mis aciertos y desconciertos, de los porrazos que me he llevado. Errores, ¡cuántos he cometido! (¿Cuántos más cometeré?) Reza el refrán: Errar es de humanos. Si eso es así, entonces, yo he sido el más humano de los humanos. No me gustaría seguir cometiéndolos. ¿Existe un límite? ¿He aprendido de ellos? Aun me falta por aprender. Ya lo dije: la vida es un aprendizaje continuo. ¿Cuánto tiempo me queda? Que lo diga la Campana de Gauss, o el Magno Señor de los Cielos. Para mí, el que sea será suficiente, digno de ser vivido, de seguir soñando, de proponerme nuevas metas. Eso me hace querer seguir viviendo, sin preocuparme por el mal etiquetado fin. ¿Acaso la muerte no es parte de todo esto?


Las mujeres al poder, 
con mis hermanas y mi mamá

Me causa gracia cuando pienso: ¡Qué rápido pasaron! Si me pongo a sacar cuentas… Fui testigo de la caída de la Dictadura en el país, a finales de los cincuenta, del terremoto que sacudió a Caracas y la llegada del hombre a la luna, en la década de los sesenta; aunque era una niña, leí sobre los efectos de la Talidomina, Marilyn Monroe y la muerte de Kennedy; usé hot pants y minifaldas; compré los long plays de los Beatles, los Roling Stones, los Guess Who; bailé en las fiestas del Círculo Militar y el Club de Sub Oficiales, amenizadas con las orquesta de La Billos Caracas Boys y Los Melódicos; me sentí subyugada por el movimiento hippie, el Festival de Woodstock y la Isla de Whight; accedí a los primeros discos compactos, a las primeras computadoras y a los primeros celulares;  amanecí en las discotecas de modas, al son de la música italiana, del Festival de San Remo, de la música disco, de Gloria Gaynor, de Donna Sumer y del vozarrón sensual de Barry White; se casó Diana Spencer con el Príncipe Carlos, Murió Elvis Presley, asesinaron a John Lennon;  aparece el Sida, explota la base nuclear de Chernobyl, cae el Muro de Berlín… No continúo porque me canso.

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Al mismo tiempo, me gradué, crecieron mis hermanos, se casaron, tuvieron hijos. Ahora mis sobrinos son jóvenes que buscan su propio rumbo y sus propias familias. Doy Gracias al cielo por la madre, los hermanos, los cuñados, los sobrinos, en definitiva, por la gran familia que tengo. Tuve problemas, nunca me faltó la mano solidaria. He amado, infinitamente. He sido amada, como nunca lo esperé. He trabajado mucho, y mucho he disfrutado. He viajado. He hecho buenos amigos, reales y virtuales. Conservo grandes amigos de la infancia, de la secundaria, de la universidad, del trabajo y de Internet. El gran invento de Internet me hizo volar a otras latitudes para conocer personalmente a esos hombres y mujeres que, sin proponérselo, cambiaron mi vida y me volvieron a mi primer sueño: Escribir. Un sueño que, más que publicar, busca liberar ese deseo de niña que, pensaba, nunca sería posible. Entonces, ¿cómo no creer en la amistad?    


Con parte de mis sobrinos adorados

Nunca me gustaron las ataduras sociales ni del pensamiento. Así cifré mi vida y así la he vivido. ¿Cómo me siento hoy? Un pájaro. Que vengan los años que me queden por vivir.  Mi compromiso personal, pasarlos lo mejor posible. Si en el próximo minuto, no hay nada más, pues, continuaré el vuelo, en plena libertad.


Termino con este hermoso poema:



Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, 
porque nunca me diste ni esperanza fallida, 
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida; 

porque veo al final de mi rudo camino 
que yo fui el arquitecto de mi propio destino; 

que si extraje las mieles o la hiel de las cosas, 
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: 
cuando planté rosales, coseché siempre rosas. 

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: 
¡más tú no me dijiste que mayo fuese eterno! 

Hallé sin duda largas las noches de mis penas; 
mas no me prometiste tan sólo noches buenas; 
y en cambio tuve algunas santamente serenas... 

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. 

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Amado Nervo

jueves, 22 de agosto de 2013

Una broma celestial


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A punto de iniciar su tournée por los campos siderales, El Creador recibió la visita de San Pedro. Como no quería postergar sus tareas por atenderlo, decidió pedirle al santo que lo acompañara. Durante el recorrido, El Creador pudo constatar que la posición de las galaxias y la alineación planetaria permanecían intactas. Sin intenciones de modificar el Plan Divino, distaba el momento en que permitiera la proximidad entre las diversas entidades del espacio. De esta forma, se soslayaban mayores estragos de los que ya existían en el Universo.
-Parece que todo está en orden-comentó San Pedro.
-Como debe ser, como lo deseo yo-respondió El Creador, evidentemente satisfecho.
Sentados ya sobre unas poltronas de nubes y de luz, el apóstol, en cumplimiento de sus atribuciones, se dedicó a catalogar los pergaminos según las prioridades para el próximo evo, y a poner en orden la agenda clasificada entre el alfa y el omega. El Señor de todos los cielos meditaba, entre tanto, sobre la sabia decisión de conservar separados años luz los planetas habitados. De esa manera, no habría nave espacial que uniera las inteligencias intergalácticas. Así eliminaba la posibilidad de enredar, aún más, la convivencia entre los seres vivos. ¿Un ejemplo? Los terrícolas, pluralistas en su limitada vastedad. La Tierra era un desaguisado donde nadie se entendía ni se ponía de acuerdo. ¡Qué manera de complicar las cosas! Nada le valía a los humanos poseer tal caudal de tesoros: flora, fauna, ríos, cielo, sol, luna, estrellas…, ni que tuvieran la gracia del libre albedrío, la razón y el discernimiento, las leyes celestiales y hasta el poder de acercarse a Él.
 Hombres y  mujeres no hacían más que buscar problemas para hacer de sus vidas una calamidad. Por eso, mientras perdurara este estado de cosas, era preferible que se conformaran con los encuentros cercanos del tercer tipo que brotaban, supuestamente, de la imaginación de Steven Spielberg. Si a los humanos se les dificultaba manejar sus asuntos, ¿qué sucedería si les permitía convivir con extraterrestres?  Mejor es que se quedaran así, en su propio entorno.
 Entre tanto, en la Tierra, a Celestino Simplicio le estallaba la emoción como maíz en sartén ardiendo, porque, convertido al catolicismo, le habían invitado a viajar con un grupo de peregrinos. A tal fin, dejó sus dominios para viajar a otro continente. Pensaba que, con este viaje, llegaría al final de la búsqueda de la paz espiritual que tanto anhelaba. Esto después de varios años, de raparse la cabeza, de rendir culto a Mahoma, de cubrirse con la llama violeta, y unos cuántos ritos más. Récord que le llenaba de orgullo porque Aquel que todo lo sabe, todo lo oye y todo lo ve, tomaría en consideración el fervor de un alma que trataba, por todos los medios, de alcanzar la perfección divina, para abrirle las puertas del cielo. Las incursiones anteriores le habían facilitado el camino. Ahora estaba convencido de que hoy, mañana y siempre sería, irreversiblemente, un católico consumado. Y como era joven, si se lo proponía, ¿quién pudiera impedirle alcanzar el sacerdocio, trasladarse al Vaticano y obtener el rango de Santidad Papal?
El Omnipotente y Omnipresente se divertía con tales delirios.
-¿Por qué sonríe, Señor?-preguntó San Pedro.
-Por las cosas de ese siervo que se la pasa dando vueltas y nunca llega al centro. Le voy a tomar el pelo-contestó el Magno Bromista del Infinito.
El humano había hecho de todo. En una oportunidad, con tantos giros y con la fe dando traspiés, Celestino Simplicio tomó la senda hacia el Corán. Allí conoció sobre la vida de Jacob, Abraham, Jesús y Muhammad. Proclamó a los cuatro vientos el monoteísmo, alabando sólo a Allah. No obstante, no supo interpretar, con el sentido del equilibrio, la importancia de la mujer dentro de esa corriente religiosa, tal cual lo pregonaba el libro sagrado del Islam. Cuando pretendió aplicar las normas a que eran sometidas las mujeres de aquellas tierras, según su criterio, la novia lo abandonó en un santiamén. Celestino se sintió más solo que una palmera en un islote. Entonces, exclamó: "¡Qué va, el Corán no es para mí!"
Decidió tomar un nuevo atajo: las riendas de la filosofía oriental. En una librería, entre novelas de moda, libros de auto ayuda y buena alimentación, se dejó llevar por los hilos de la intriga: Las Tres Joyas, el Buda, el Dharma y la Sangha atesoraron su atención. Así supo que Buda, más que un nombre, era un título o epíteto que significaba “alguien que está despierto”, en el sentido de “despertar a la realidad”. Más, ¿qué decía Buda? Que a través de un conjunto de ideas y métodos, se podía aprovechar la vida al máximo y liberarse de los peores opresores: el odio, la codicia y la ignorancia. Siempre que se desarrollaran cualidades de bondad y sabiduría. Para ello se hacían necesarios estados mentales positivos, caracterizados por la calma, la concentración y la ecuanimidad, entre otros, a través de períodos de meditación. La verdad era que, no más cerrar los ojos, Celestino, en vez de “despertar a su nueva realidad”, se quedaba profundamente dormido.   
No se dio por vencido. El Nuevo Pensamiento arribó para ofrecerle una vida plena. Sin ritos complejos ni muchos sacrificios, la panacea venía cubierta con las promesas de la Nueva Era. De acuerdo a su particular mecanismo de entendimiento, supuso que le iría mejor con una especie de credo, según él, algo light. El Kybalión, con el precepto de “Todo es mente”, le llevó por extraños derroteros. En la comodidad de una hamaca, creía que, con sólo utilizar la mente, el universo le llenaría de bienes materiales. No entendió que, además de sus empeños esotéricos, debía trabajar para convertir en realidad sus impulsos metafísicos.  
El fracaso lo llevó al descontento. No podía percibir que la búsqueda empezaba dentro de sí mismo. Por lo tanto, continuó hurgando el exterior, pues, en algún libro sagrado debía encontrarse el crisol de la verdad. Pero, ni la Enseñanza del Mishná, los Círculos Rabínicos del Talmud, el Conocimiento de Los Vedas, La canción del Señor del Bhagavad Gita, el Camino del Dharma de El Dhammapada,  pudieron  brindarle el fuego sagrado que disipara el desconcierto de su Chispa Divina. Y si no se sometió al estudio de la recopilación de los pensamientos de Confucio, fue porque creyó que el Confucionismo no era más que una milenaria tradición de confusiones.
Afortunadamente, todo había cambiado, gracias a su última conversión religiosa. Era Semana Santa, época de actos de constricción y pagos de promesas. Con optimismo, se lanzó a la peregrinación. Cada quien debía llevar una cruz a cuesta. No lo pensó para llevar la suya. Pero no habían avanzado mucho, cuando Celestino comenzó a sentir el peso en el hombro. Protestaba sólo para sí. No se atrevía a romper el silencio místico de los creyentes. Sin embargo, pensaba que si la fe era cargar con ese tormento, simplemente, no la necesitaba. Pero antes de caer en la tentación del ateísmo, prefirió elevar su protesta a las alturas. ¿Por qué le habían asignado una cruz tan pesada?
-¡Ayúdame, Señor! 
Si no era escuchado, ya encontraría la oportunidad y el descuido de algún peregrino para cambiarla por una más liviana.
El Creador, que todo lo oye, hasta el pensamiento más profundo, decidió que había llegado el momento de hacerle una de sus bromas. Si Celestino quería pasarse de listo, pronto comprobaría que no era tan sencillo. Un relámpago atravesó el cielo.
Comenzó a llover. Los peregrinos buscaron dónde guarecerse. A los minutos, todos dormían, menos Celestino. Era la ocasión que esperaba. Tomó la más pequeña de las cruces y dejó la suya a cambio. Entonces, entró en un sueño profundo. Escampó. Los peregrinos continuaron el camino. Parecía que las cruces se habían esponjado con la humedad; sin embargo, casi levitaban. En cambio, la de él se había encogido de tal manera, que nadie salía de su asombro. No obstante, pesaba tanto, que el pobre hombre apenas podía arrastrarla.
-¿Qué pasa?-se preguntó Celestino-No lo entiendo.
Sólo él escuchó la carcajada celestial.
Olga Cortez Barbera 


martes, 20 de agosto de 2013

LA LITERATURA LATINOAMERICANA NO EXISTE Artículo de interés


Armando Sequera

LA LITERATURA LATINOAMERICANA NO EXISTE
31 de octubre de 2009 a la(s) 6:41

No creo que exista eso que editores, historiadores de la Literatura, periodistas e, incluso, escritores, llamamos “literatura latinoamericana”. 
Y no lo creo, en primer lugar, porque no he podido constatar su existencia y, en segundo, porque advierto que, detrás de tal expresión, palpitan además de cierta practicidad y necesidad taxonómica, un enorme complejo de inferioridad y un gran sentimiento de resignación. 
“Literatura latinoamericana” es el término al que han apelado los editores y los historiadores de la literatura para meter en la misma casilla a las obras y autores en lenguas española y portuguesa, pertenecientes al continente americano. 
En nuestros días, esta expresión posee un carácter práctico y otro taxonómico. También y lamentablemente, un sentido político peyorativo. 
Práctico porque permite reunir un conjunto sumamente heterogéneo, como los de las frutas y los pájaros, en una expresión compuesta por apenas dos palabras, algo que resulta fácil de escribir, tanto en los libros, como en los medios de comunicación masiva y en los ficheros y pestañas de bibliotecas y librerías. 
Taxonómico porque responde al interés clasificatorio de los historiadores y los críticos literarios. Éstos, para dar “validez científica” a sus apreciaciones personales, apelan a un recurso de identificación propio de las ciencias naturales –especialmente, de la zoología–, para agrupar lo inagrupable. De este modo, pueden hablar de un autor o una obra como lo harían de cualquier miembro de la fauna mundial. 
Por ejemplo, he aquí cómo se nos clasifica a mí y a Teresa, mi libro para niños más conocido. Los primeros datos se refieren a mí, en calidad de autor. 
Reino: animal o humano (según si le caigo bien o mal al crítico o si la obra le gusta o disgusta). 
Filum: escritor. 
Clase: narrador, aunque tengo obras publicadas en diversos géneros. 
Orden: latinoamericano. 
Familia: venezolano. 
Los siguientes datos hacen referencia a la obra: 
Género: cuento. 
Especie: literatura para niños. 
Individuo: Teresa. 

Fuera del universo de la taxonomía literaria, la expresión “literatura latinoamericana” carece de existencia real. Ello porque el vocablo “Latinoamérica” o su reverso “América Latina”, son tan ambiguos y restrictivos que resultan inaplicables en la realidad. 
La palabra “Latinoamérica” es tan excluyente como la acción exclusivista que la justifica: en ella no tienen cabida países como Belice, Jamaica, Guyana o Trinidad–Tobago, productos todos del imperialismo inglés. Ni Surinam, que fue colonia holandesa, ni Groenlandia, que sigue siendo colonia de Dinamarca. Tampoco la isla de Granada, inglesificada como Grenada, desde la invasión estadounidense de 1983. 
“Latinoamérica” no incluye a los millones de hablantes de las múltiples culturas indígenas que ya existían en el continente, antes de la llegada de los europeos, pues ninguna de sus lenguas tiene su origen en el latín. 
Además, excluye a los poco más de 35 millones de “hispanos” que viven legal o ilegalmente en los Estados Unidos, ni a los habitantes del resto del continente americano, en los cuales el español o el portugués no son la lengua oficial. 
Pero, lo más curioso es que no entran en él Haití, ni la zona francófona de Canadá, ni las colonias insulares que Francia tiene en el Caribe, ni Cayena, la tristemente recordada Guayana Francesa. 
Y no entran pese a que la palabra “Latinoamérica” o, mejor dicho, la noción geográfica “América Latina” es de origen francés, pues fue acuñada por Napoleón III, en la década de 1860. 
El término también discrimina a los inmigrantes italianos y rumanos que se han asentado en los últimos siglos en el continente americano, pese a que sus lenguas –el italiano y el rumano–, igual que el español, el portugués y el francés, también son lenguas romances, es decir, de raíz latina. 
Como se ve, cuando usamos alegremente la palabra “Latinoamérica” es mucho lo que dejamos fuera y, con honestidad, grave el error en que incurrimos. 
¿Por qué grave? Por la sencilla razón de que los nacidos en el continente, entre México y Argentina, hemos aceptado el término “Latinoamérica”, sin advertir que el mismo es una especie de premio de consolación, tal como una medalla de plata o un subcampeonato. 
En lugar de asumir el puesto que históricamente nos corresponde, sin amenazas o bravatas, pero también sin ruegos ni claudicaciones, nos hacemos a un lado y nos cobijamos bajo una denominación timorata, cobarde y conformista. 
Es como si tuviésemos un equipo de fútbol de primera división y, dado que sentimos que no podemos ganar el torneo, creamos una segunda división que nos permita lograr el campeonato. 
Nos ufanamos del gentilicio continental “latinoamericanos”, cuando en realidad tenemos todo el derecho del mundo a ser llamados “americanos”, que es el verdadero gentilicio continental que nos corresponde. 
Pero he aquí que, en todo el mundo, incluso en nuestros propios países, el gentilicio “americano” se usa exclusivamente para designar al que ha nacido en los Estados Unidos. 
Hace cuatro años, en la aduana del aeropuerto de Barajas, en Madrid, y mientras el agente respectivo revisaba mi pasaporte, se me ocurrió responder a su pregunta ¿De dónde viene usted?, diciendo De América, y el funcionario arrugó el ceño. 
–Usted viene es de Venezuela –me corregió al instante, con el tono autoritario de aquellos maestros antiguos, partidarios del lema “La letra con sangre entra”. Estoy seguro de que, si hubiera tenido una palmeta, un látigo de siete puntas o un fuete, allí mismo me habría propinado una ración de golpes. 
La firmeza de tal comentario probaba cuan profunda es la noción que muchas personas tienen de que los únicos merecedores del privilegio de llamarse “americanos” son los estadounidenses. 
A los otros nacidos en América se nos llama “hispanos” o “latinos”, en unos casos, o “sudacas” y “espaldas mojadas”, en otros. 
A estas alturas, debo aclarar que no estoy haciendo un tratado de historia, ni pretendo mostrarme como un erudito, sino que quiero señalar y argumentar el por qué de mi desacuerdo con la expresión “literatura latinoamericana”. Por lo tanto, no entraré en detalles sobre el origen del nombre “América” y su pertinencia o no. 
Sí señalaré que, desde 1776, Inglaterra dio el nombre de “americanos” a aquellos de sus ciudadanos que partieron en busca de una tierra de promisión y creyeron encontrarla en la parte norte del continente conocido desde 1507 como América. 
La costumbre inglesa de llamar “americanos” a los colonizadores de gran parte de la América del Norte corrió con suerte y se extendió a otras lenguas, fuera del inglés, incluso a la nuestra. 
A ello contribuyeron diversos factores, el principal, por supuesto, el papel hegemónico e imperialista tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, cada uno en su respectiva esfera de influencia. 
La adopción del gentilicio “americano” para señalar primero a los habitantes de La Unión y luego a los de Estados Unidos, se intensificó en un lapso de unos 120 años, contados entre 1823 y 1945. En 1823, el presidente James Monroe propugnó su conocida Doctrina, cuyo lema “América para los americanos” no era una tautología sino un llamado a la rapiña. Para él, “América” era el continente entero y “los americanos” sólo los nacidos en su país. 
En pocas palabras, su idea era que el continente llamado América debía formar parte del patrimonio de los nacidos en el territorio que él gobernaba, acción a la que se dedicaron con bastante empeño en los tiempos siguientes. 
La segunda fecha, 1945, corresponde al término de la Segunda Guerra Mundial. Durante los últimos cuatro años del conflicto –esto es, durante el tiempo en que Estados Unidos intervino en él directamente–, la prensa y los otros medios de comunicación masiva que existían –el cine y la radio–, usaron el plural “americanos” hasta el abuso. 
Tal abuso condujo a que el resto de los nacidos en el continente conocido como América quedáramos sin gentilicio continental o, cuando mucho, con una consideración de “americanos de segunda”, en posición de inferioridad frente a los heroicos soldados estadounidenses que habían luchado por la libertad mundial. 
Años más tarde y en razón de esta pérdida, se empezó el rescate y la creación de expresiones de consolación como “Latinoamérica” “Iberoamérica”, “Hispanoamérica” e “Indoamérica”, para no quedarnos sin denominación continental. 
Tales expresiones son, a primera vista, progresistas, pero en verdad responden a lo que señalaba en principio, a un complejo de inferioridad y a un sentimiento de resignación ante el nombre perdido. Es el equivalente a las uvas que la zorra de la fábula de Esopo deja de desear, ante la supuesta imposibilidad de obtenerlas. 
Cada una de tales expresiones procura excluir a Estados Unidos y dar coherencia al resto del continente pero, en todos los casos, deja afuera a un sector importante de individuos y culturas. 
De allí que, en lugar de la expresión “literatura latinoamericana”, creo que lo correcto –y auténticamente revolucionario–, es usar una frase similar a la empleada para reunir lo heterogéneo y múltiple del acontecer literario de Europa, que es, “literaturas europeas”. 
Obviamente, en nuestro caso sería “literaturas americanas”, incluyendo, ¿por qué no?, a la literatura estadounidense, ya que es tan americana como las restantes. 
A mi modo de ver, esta denominación es más acorde con la realidad presente y futura del continente, pues ni creo que la hegemonía actual de los Estados Unidos sea eterna, ni que nuestro estado de subdesarrollo colectivo sea perpetuo. 
La expresión “literaturas americanas” incluye a las formas literarias propias y compartidas que hay en el continente, surgidas de lenguas, culturas y tradiciones variadas que, a la vez, tienen aspectos e intereses comunes. 
Por otra parte, debemos recuperar nuestro gentilicio continental y compartirlo no sólo con los estadounidenses, sino con todos los nacidos o residentes en lo que, originalmente, recibió en Europa el nombre de “Nuevo Mundo”. 
Confieso que, hasta ahora, había usado la palabra “Latinoamérica” y su equivalente “América Latina”, así como sus derivados con orgullo. Ahora, no sólo dejaré de emplearlos sino que, cuando los vea escrito u oiga, me costará bastante no sentirme embargado de vergüenza ajena. 
___________________________ 
Este texto, corregido y actualizado hoy, fue presentado por mí en Francfurt, en una de las actividades realizadas en el marco de la Feria Internacional del Libro, en octubre de 2007. 

Armando Sequera:
Reseña: 
Reside en Valencia, estado Carabobo. Es autor de 60 libros, gran parte de ellos para niños y jóvenes. Ha obtenido 17 premios literarios, cuatro de ellos internacionales: Premio Casa de las Américas (1979), Diploma de Honor IBBY (1995), Bienal Latinoamericana Canta Pirulero (2001) y Premio Internacional de Microficción Narrativa “Garzón Céspedes” (2012). Es autor, entre otros títulos, de Evitarle malos pasos a la gente (1982), Teresa (2001) y Mi mamá es más bonita que la tuya(2005). En 2006 fue nominado al Premio Astrid Lindgren por el Banco del Libro.

Frente al mar...

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I

Claro de luna,
lienzo sobre la roca,
lecho de ninfas.

Con las sirenas
juegan los hipocampos,
ríen las olas.

Rondan los peces
los fortines de coral,
danzan las algas.

Reino marino,
velan los argonautas...
duerme Neptuno.

II

¿Ve el cangrejo
la curva mansa del mar
desde la roca?

¿A quién dedica
el oculto murmullo
la caracola?

¿Sueña con volar
el caballito de mar,
fuera del agua?

¿Surcan los mares
los versos sublimes
de Alfonsina?

III

Libre las olas 
se acercan y se alejan:
siento envidia.

Noche marina, 
perpetuo canta el mar:
me invade la paz.

La aurora sutil
lento rasga las sombras:
debo regresar.

Huye el alma
hacia dónde se besan
el cielo y el mar...


Olga Cortez Barbera







sábado, 17 de agosto de 2013

Veinte años no es nada, dice el tango. ¿Y más?... Tampoco



Y como entonces, nos pondríamos al tanto
 de las cosas que habíamos hecho,
 no el día anterior,
sino en el largo tramo de vida.


En mi graduación
—Quiero verte, amiga —dijo la voz, a través de la línea telefónica.
Fue como si el tiempo no hubiera transcurrido.
José, mi amigo por siempre, venía a Caracas. Un día nos despedimos prometiendo no perder el contacto, y ahora él cumplía esa promesa, a pesar de que hubieran pasado mucho más de veinte años. Carecía de importancia. El cariño, cuando germina y crece en el alma, desconoce de tiempos y alejamientos. Por eso, el encuentro, intuía yo, sería como regresar al punto de la época aquella, antes de que nos dejáramos de ver. Y como entonces, nos pondríamos al tanto de las cosas que habíamos hecho, no el día anterior, sino en el largo tramo de vida.
Entré a la Universidad Central de Venezuela algo tarde. Yo, convencida de que no podía continuar los estudios de Ingeniería en la universidad privada, que con tanto esfuerzo pagaba mi padre, decidí buscar empleo y, posteriormente, estudiar de noche. Por recomendaciones de un compañero de trabajo, elegí inscribirme en la Escuela de Ciencias Económicas y Sociales, en la especialidad de Economía. Si no gozaba de “una habitación propia”, y mucho menos de “recursos propios”, como lo dijo Virginia Woolf, en una conferencia a las alumnas de un colegio, en referencia a las necesidades de la mujer en el campo de la literatura, cualquier carrera que me ofreciera la oportunidad de subsistir, era buena. Economía no me defraudó. Aunque no ejercí, me ha servido de base en mis actividades profesionales.
Comencé las clases y pronto se hizo evidente la necesidad de formar un grupo de estudio. Así llegó José a mi rutina estudiantil, con el mismo propósito de todos: pasar las materias para graduarnos y enfrentar, con nuevos conocimientos, el mundo laboral. Aquel hombre joven, con las llanuras del Guárico a cuestas, en verbo y pecho, se ganó mi simpatía de inmediato. Nos hicimos inseparables, lo que me permitió observar, en poco tiempo que, así como poseía el don de granjearse amistades, también lo tenía para la conquista femenina. No era extraño que mis compañeras de clases se sintieran atraídas por él.


Toporito y José

En José, mi vida de conflictos juveniles, encontraba un trozo de paz. Entre bromas y risas, siempre estaba el espacio para las confidencias y una que otra lágrima. Yo también supe escuchar. Aunque era reservado, a veces, el peso de las responsabilidades le obligaba a hablar. Así supe de la preocupación por su familia, por las hijas pequeñas que lo esperaban cada quince días en Valle de La Pascua, a trescientos kilómetros de Caracas. Aliviado el espíritu, acudía al chiste y pronto nos burlábamos del mundo, de la vida o de nosotros mismos. Era tan comprensivo, que no recuerdo que alguna vez se haya enojado conmigo.


Don Quijote y Rocinante

Cuando lo llevé a casa, mi familia supo que adquiría un hijo y un hermano más. Mi mamá lo invitaba a comer. Se afanaba en hacerle sus características arepas rellenas, que tenían el diámetro del sartén donde las asaba.
—Doña Esther, esa arepa parece una rueda de camión —decía él, soltando la carcajada.
Un día, mamá quiso jugarle una broma. Cuando José se sentó a la mesa, encontró en el plato una arepa mínima, del tamaño de una moneda, y una taza grande con un poquitito de café con leche. Los ojos de mi buen amigo se abrieron, casi del tamaño de las arepas de las que tanto se reía.
Se ganó, sin dificultad, a mi padre, el adalid de los temperamentos bravíos, haciendo gala de una paciencia más amplia que la de Lot. Papá, autodidacta, con un conocimiento universal envidiable, no desaprovechaba el momento para flecharlo a preguntas:
—Vamos a ver si sabes la respuesta. ¿Cuál es la moneda de Birmania?
José se rascaba la cabeza y miraba el techo:
—Cónchale, Don Enoc, la verdad es que no me acuerdo.
—Entonces, ¿para qué vas a la universidad?
Frente a mi vergüenza, por tamaña impertinencia, José me tranquilizaba:
—No chica, tu papá lo que desea es que yo aprenda.
Pasó el tiempo y tuvimos un nuevo amigo, el que se convertiría en mi compañero sentimental. Me enamoré sin remedio. Allí, toda la experiencia amatoria de José se desbordó en consejos.
—Si quieres conservar a tu novio, debes hacer esto…
Yo, muy atenta, grababa en la mente cuanto disparate se le ocurría. Al tratar de aplicar sus atrevidas lecciones, en vez de encender la pasión, sólo despertaba en mi novio sonrisas y ternura: “¿Dónde aprendiste eso?”
Así se nos pasó el tiempo, entre nuestros trabajos de 8 a 5, la Escuela de Economía, la Biblioteca Central, los pasillos de Medicina y la Capilla Universitaria, los lugares preferidos para estudiar. Caminado hasta la casa, a numerosas cuadras de distancia, o por la Gran Avenida de Sabana Grande, en el Gran Café o en las cervecerías, donde las horas transcurrían entre críticas y opiniones, creyendo que podíamos cambiar el mundo e ilusionados con la posibilidad de un futuro mejor. 
Y nos graduamos. Y tuvo que partir. Al hogar, a la familia, a las hijas, a sus amadas tierras, de las que se alejó para perseguir un sueño. Y lo alcanzó.
Me mudé y se mudó. Así perdimos el rastro, hasta que Facebook (bendito Facebook), nos unió de nuevo.
—Quiero verte, amiga.
Mientras hablaba, recordé. Esos días de estudiantes y de una amistad sin condiciones ni prejuicios.     
Y nos encontramos ayer, como sí nada. Un abrazo fuerte, un cariño intacto. Siempre los mismos, aunque con huellas en la piel y en el alma. Las experiencias no pasan en vano. Sin embargo, él, con el mismo espíritu, alegre y juguetón. Yo, con el mismo libre pensamiento y sentido reflexivo. Nos pusimos al día. Él, la esposa, las hijas, la profesión, los viajes, los nuevos sueños. Yo, mi amor, los viajes, los escritos, mi libertad. Reímos, ¡cómo reímos!
—Nos veremos de nuevo —dijo, al despedirnos.
Que así sea. No creo que el destino nos depare otro algo más de un cuarto de siglo para volver a reírnos de la vida, del mundo, de nosotros mismos.  

José y Soraya, su amada esposa

Olga Cortez Barbera

Habla, corazón

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Habla, corazón, habla en libertad,
suelta la pasión que se oculta en el silencio,
expresa lo que sientes en el idioma universal
y que vuelen tus palabras en la dirección del viento.

Diles, corazón, diles la verdad,
diles que en ti brilla lo mejor del sentimiento,
en tu masa palpitante no hay espacio para el mal
aunque a veces te domine la razón de un pensamiento.

Juega, corazón, juega con la mente,
juega que le vences con el arma del amor,
que los miedos de la mente se los lleva la corriente
si en tu seno predomina la semilla del valor.

Brilla, corazón, brilla como el sol,
ilumina dulcemente cualquier duda o confusión,
abro mis caminos al caudal de la experiencia,
que no hay maestro más sabio que la voz del corazón.

Olga Cortez Barbera

miércoles, 14 de agosto de 2013

Mi habitación

orkugifs.com

Desde mi habitación veo la suave pendiente de la colina en flor. Nardos, clavellinas, violetas, girasoles…, parecen girar como molinillos al vaivén de la brisa. La cesta florida se extiende hasta el pie de la ladera y se funde, al resguardo de un cielo limpio, con la hierba silvestre y el dorado de los trigales. A la derecha se alza el bosque, donde suelo meditar, debajo de los helechos y de las orquídeas salvajes que se abrazan a las ramas húmedas. A la izquierda, una montaña vierte sobre el río su larga cabellera de agua. El murmullo de la corriente juega con el trino de los pájaros. Me recreo con los arpegios de la naturaleza y la fragancia de las flores, que se enhebran con el aroma de los limoneros del patio. Liebres, corderos y ardillas retozan en el monte, sin temor a mi mascota, cómplice en mis soledades. La llamo y se echa a mi lado para acompañarme en este remanso de paz inspirador de poesías, que escribo sobre la desnudez del alma.   
Mi habitación es el refugio a donde escapo de lo que no me gusta. Por eso la quise así, rodeada de lo que alimenta el espíritu. Allí, alejada del día a día, entiendo que no es la vida la que lastima, sino la sin razón de los racionales, que dificulta el paso por este mundo. Cansada de esto, y después de andar por tantos caminos, di con mi preciado lugar. Paciencia y voluntad dieron su fruto. Antes de que el sol se retire, saldré de la oficina para unirme a la cola, larga y pesada, del tráfico de la ciudad. Ya en casa y, luego de comer cualquier tontería, entraré, como de costumbre, al cuarto, donde me espera el sosiego antes de dormir.
Sin embargo, ayer no fue así.
Después de un mal día, que acabó con un incidente que me hizo reflexionar sobre la levedad de la existencia, volé hacia mi privacidad. Quería estar allí para volcarme al universo personal de rumores, trinos y fragancias. Llegué y me abrumó la soledad. Me acosté sin cenar, tratando de calmarme. No obstante, desde la ventana de mi habitación, al igual que en mi estado de ánimo, comencé a ver cómo se formaban nubes plomo en el cielo. Me asomé al paisaje. El viento espoleaba las plantas. La neblina impedía el ansiado espectáculo del bosque y la montaña. Se hizo un claro y pude ver.  ¿Los conejos corrían hacia su guarida? No, escapaban de la persecución de las bestias. Busqué un arma para acabar con ellas, pero frené. Si había luchado tanto para obtener el sosiego de esta habitación, ¿cómo destruirlo con un acto de tal naturaleza? Eso me convertiría en un ser ruin, como cualquier criminal, para dejarme caer después en una laguna de arrepentimientos. ¿Cómo rescatar mi mundo de serenidad?
Cerré los ojos, hasta que se aplacaron mis pulsaciones y pensamientos. De nuevo brillaba la primavera, con sus arcos iris de mariposas y rosales encendidos. Mañana, posiblemente, elija otro escenario. Me despertará el viento marino y el chillido de las gaviotas. Un velero me esperará en el puerto para llevarme a lugares de ensueño. O tal vez, si no deseo ir lejos, me quedaré en la cama y pueda que disfrute con las guacamayas, colibríes o golondrinas que pasen por mi ventana. No importa lo que decida, siempre que mi mascota, de vuelta de las eternidades, permanezca a mi lado para hacerme compañía en esta, mi habitación interior.  

Olga Cortez Barbera