miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA HORA DE LA NOVELA



Mi madre bella

Se volvió ritual…, desde hace mucho tiempo. Una noche, después de su hacer doméstico, se asomó a la puerta de mi habitación para preguntarme: ¿Vemos juntas la novela? Yo acepté, sintiendo que aquella “concesión” de mi parte me apartaba de mis momentos de escribir o de mi culto a las series detectivescas, los programas de moda, salud u opinión. Era incómodo separarme de mis costumbres: llegar a casa, ir al gimnasio o pasar un par de horas con mi compañero sentimental. Luego, ponerme cómoda y encender la computadora o la televisión. Pero, por ese sentimiento que nos lleva a hacer cosas que ya no queremos, retomé el camino de las tramas novelescas. Desde entonces, mi madre termina sus labores en la cocina, ronda por las otras habitaciones, hasta que deja para mí los sesenta minutos antes de irse a dormir. Entonces, se acuesta a mi lado y acomoda la almohada para compartir, más que los contubernios escabrosos de la novela de turno, el tiempo precioso que se le escapa, con la mayor de sus hijos.
Con los personajes, ríe y sufre, se sorprende y se indigna. A su lado, voy sintiendo lo mismo. En los comerciales, hablamos de las novedades del día y de los eventos familiares. Otras veces, hacemos chistes y nos tomamos el pelo. Como cuando, al hilo del melodrama que vemos, y de lo diferente que somos físicamente, le pregunto: “Mamá, ¿cuándo me dirás la verdad? ¿Quién es mi madre?” Y ella responde: “Ah, no seas zoqueta”. Termina la novela y, cuando el peso de la edad se lo permite, me acompaña otro rato. Pero cuando la obstinación de los párpados no le deja mirar la pantalla, se levanta de la cama, me da un beso y me “echa la bendición”. Puedo dormir tranquila. No le temo a la oscuridad porque me siento bendita. Y mientras me alcanza el sueño, medito unos instantes y concluyo que, entre novela y novela, se nos está yendo la vida.
Ayer sucedió algo diferente. Las patrañas de ficción, no tan ajenas a la realidad, me fastidiaban, por lo que opté por jugar Candy Crush en el Ipad, que hace tiempo dejó de ser mío para ser de ella: “Enséñame cómo se maneja. Quiero ver las fotos de mis nietos en Facebook y mandarles mensajes”. Porque mi madre no se quedó en el pasado. Traspasó la frontera de su generación para ser lo que es hoy: una mujer actual, al tanto de lo que sucede en la sociedad, la ciencia, la tecnología, en el mundo. Si no, que lo digan sus jeans y su afán por dejar atrás los prejuicios de su época. Así pudo entender a cada uno de sus hijos. Así aceptó mis deseos de libertad y mi estilo de vida, ajenos a sus principios, para convertirse en la más grande de mis amigas. Y por esa amistad pude sobrevivir a las peores circunstancias.

En Universal Studios

Cansada de jugar, y terminando la novela, entré a Youtube y busqué una canción. La voz de María Luisa Landín se apropió del cuarto: “Adivina, mamá, ¿cuál es esta canción?”,  “Amor perdido-contestó, entre un profundo suspiro y añadiendo-, ¡cuántos recuerdos!” Cuando terminó, quiso que le pusiera No es Venganza, de Carmen Delia Dipini, Momposina, de Nelson Pinedo. Luego, las peticiones abarcaron a El Trío San Juan, Leo Marini y otros más; mientras, las melodías me transportaban al valle de la niñez, cuando mis padres eran jóvenes y ella luchaba por encontrar la lucerna de la felicidad. Sus recuerdos y los míos iban en paralelo. Yo rememoraba la vida nuestra, en familia. Ella, seguramente, lo remoto de una juventud llena de ilusiones y romanticismo. Y, quizás, se preguntaba por enésima vez si su existencia pudo haber sido distinta a la dureza e incomprensión que le tocó atravesar.
            Viéndola así, nostálgica y pensativa, percibí nuevamente su fragilidad. Pero detrás de esa fragilidad, sensible y generosa, brota perenne una orquídea  de titanio para quien lo sepa ver. Esa mujer que me hizo, y que me hace a cada momento, es el ángel que nos envió Dios, a mis hermanos y a mí, para iluminar nuestros días. Es el lecho del río de nuestros aciertos y fracasos, donde se asientan los rescoldos de nuestras alegrías y tristezas. Su vida se centró en ocultar sus frustraciones y vernos crecer, tropezar y aprender. Nosotros, egoístas sin pretenderlo, nos dedicamos a vivir, en tanto ella sustituía sus ilusiones fallidas por nuestros logros. Ahora que la madurez y los vientos, que se debilitan paulatinamente, se ciernen sobre nosotros, deseamos que disfrute lo más que se pueda  y esté en nuestras manos.  

En Las Vegas

            Estaba allí, sumida en sus nostalgias. Y yo la veía y me veía, más allá de lo corpóreo. Y ella era árbol y, yo, una de sus ramas que, por más torcida e imperfecta, no dejaba de ser el mismo árbol. Comprendí que existían diferencias entre nosotras, pero que, definitivamente, eran más las semejanzas: el alma, la sangre. Dos mujeres unidas por los designios divinos, cruzando el último tramo. Sólo Dios sabe quién llegará primero al final. A cierta edad,  parece que todo se unifica. La sensibilidad y el entendimiento de lo que nos rodea, es mayor. Una canción nos vuelve al pasado, de la misma manera. Ella podía hacerlo con “Sin ti”, interpretada por Los Panchos. Yo, con “Samba pa´ti”, de Santana. En esos instantes únicos pude comprender a papá, cuando aún rondaba por este planeta y ponía sus long plays, dejando viajar la mirada hacia sus ayeres remotos, sin intentar comprender que, a su lado, mamá entristecía por no conocer su destino.

En sus 80 años, con sus hijos, a excepción del Chelito,
que vive  en el extranjero.

            La noche se acortaba y había qué descansar. “Bueno hija, ya me voy a dormir”. Me bendijo, como es usual, y se fue a su cuarto. Yo me quedé deseando poder volver el tiempo atrás, para compartirlo de nuevo con ella, pero de otra manera. Atendiéndola y cuidándola más, para editar su historia y sembrar de realidades hermosas  sus encrucijadas y sus sendas… Eso no es posible. Como nunca, la valoré. Por su constancia y su abnegación, por haber sabido mantener unida a su familia, a pesar de las adversidades. Por haberme permitido ser el ave peregrina, en comunión con la vida que eligí. Por ser la madre infinita y amorosa que nunca se rindió. No sé cuántas novelas más veremos juntas. Ni si serán buenas o malas. Lo que sí es que, de ahora en adelante, la hora de la novela despedirá un aroma distinto.  

Olga Cortez Barbera


domingo, 24 de noviembre de 2013

MI REINO POR UNOS ZAPATOS



Tenían que ser míos. Si no, se me iba la vida…; es decir, soñar toda la quincena con ellos, hasta morir. Comprarlos era como tener que decidir entre comer o verse bella. En mi caso, la idea no era tan disparatada porque, para lucir bien, ya se me hacía un hábito pasar hambre de tanto en tanto. Eso expresaban mis caderas. Además, había que darse un gusto eventualmente, aunque ello implicara pasar los días estirando el sueldo, como banda flexible. Sólo que pasaban las semanas, y lo que recibía de pago no era suficiente para cumplir con mis compromisos y comprar los zapatos.
-Será la quincena que viene-, me consolaba Nelly, mi compañera de trabajo.  
-¿Y si los venden todos?-respondía yo.
-¡Pues, compras otro modelo!
Era ese y no otro.
Así como quienes deliran por los gimnasios, los chocolates o las joyas, yo lo hacía por los zapatos. Un impulso inconsciente que me obligaba a pararme frente a las vitrinas y pasar largos minutos observando los que más me gustaban, con el deseo de poseer el dinero para llenar el clóset con todos los tipos y colores. El objeto de mi obsesión estaba allí: altos y delicados, elegantes y modernos. Los propios para que mis piernas se vieran más esbeltas. Las piernas que a Ernesto le fascinaban. Ahora que se acercaba mi cumpleaños, yo desfallecía por sorprenderlo con mi vestido malva y los zapatos de mis sueños. Abrí la alcancía mental y supe que aún no estaban a mi alcance.
¿Qué hacer? Podía solicitar un aumento de sueldo o un préstamo a cuenta de mis pasivos laborales para comprarlos. Al fin y al cabo, gozaba de la estima y la confianza de la empresa. Después de varios años de dedicación y eficiencia, me las tenía bien ganadas. Estaba muy a gusto en aquel grupo próspero y familiar, tanto que, a veces, me preguntaba qué me retenía allí, si la comodidad con que se trabajaba, o la oportunidad de compartir mis responsabilidades diarias con el señor Sahasya Marimahadevappa, mi jefe.
Él fue quien me dio el empleo. Comencé a trabajar el día siguiente de la entrevista. La simpatía fue recíproca. A pesar de no aparentar él tanta edad y pedirme que lo tuteara, decidí imponer el “señor” como un modo de establecer seriedad y respeto. Sin embargo, su amabilidad y deferencia se acrecentaban día por día, por lo que la ilusión se me abrió como una ostra al vapor.    
No podía acercarse porque una liebre saltarina se apoderaba de mi pecho. Sus roces ocasionales me lamían el estómago. Su voz me arrancaba los suspiros. Sus miradas me quitaban el sueño... Pero él no pasaba de tímidos galanteos. Nada para que yo pensara que enloquecía por mí. Por otro lado, el raciocinio no se cansaba de alertarme ¿Acaso era posible una relación  seria entre nosotros?
Existían otras cosas. Yo no era una tigresa y el señor Sahasya pertenecía a unas costumbres que no iban con las mías, gozaba de un nivel económico casi en la estratósfera y, sobre todo, era mi jefe. Además, según se rumoreaba por los pasillos, los padres le tenían una novia en Jaipur, la ciudad rosa, ubicada en la enigmática India. No me provocaba, para nada, ser la diversión del momento. Así que no me quedó más que dejar pasar el tiempo, sumergida entre latidos desbocados y deseos reprimidos.
Pero un corazón joven se las amaña para sobrevivir a los obstáculos emocionales. El mío se dedicó a demostrar su lealtad al trabajo y a los socios de la empresa. Entonces, me convertí en la mejor empleada, haciéndome merecedora del aprecio familiar. Aunque los galanteos medrosos de mi jefe no cesaron, aparté cualquier asomo de esperanza y decidí darle la oportunidad a Ernesto, un ejecutivo de ventas que viajaba por el mundo y que parecía muy interesado en mí. Tal vez esa era la razón para desear  impresionarlo cada vez que nos veíamos. Los zapatos ayudarían.
Mi jefe y su familia  estaban contentos. Había sido un buen año. Los socios me llamaron a la oficina para comunicarme que me había ganado un ascenso. Mientras destacaban mis virtudes laborales y particulares, yo no hacía más que pensar en ir a la zapatería al nomás cobrar mi primer aumento de sueldo. Al final, todos me miraron como esperando que les dijera algo. Yo, saliendo de mi abstracción, apenas atiné a expresar:
-Muchas Gracias.
La madre de mi jefe, sonrió y me dijo:
-Te esperamos mañana.
La oficina andaba alborotada. Los dueños invitaron a su casa al personal de la empresa para celebrar un año tan productivo. Dieron la tarde libre para que todos tuvieran tiempo de acicalarse. El agasajo coincidía con la fecha de mi cumpleaños. Con lo de la fiesta en la mansión de los jefes, nadie se acordó de “picar” la acostumbrada torta en la oficina. Así que tomé mi bolso y salí dispuesta a comprar los zapatos. Ya en la puerta,  el señor  Sahasya me dijo:
-A las ocho en casa, ¿ok?
Asentí con la cabeza.
Ya en mi habitación, pasé un largo rato frente al espejo. Los zapatos de tacones altos, punta fina y cintas alrededor del tobillo, se me veían fabulosos. Combinaban perfectamente con el vestido a la rodilla. Presumiendo de vanidad, me sentí elegante y sensual. Sonó el teléfono. Era Ernesto, que había llegado a la ciudad. Quería celebrar conmigo el cumpleaños. Dudé. “¿Cómo darle el plantón a la familia Sahasya luego del aumento de sueldo?”  La verdad era que no deseaba pasar mi día entre compañeros, hablando de trabajo y escuchando los mismos chistes. Y yo, que hacía lo posible para cambiar el destino de mis sentimientos, imaginé que la pasaría mejor con mi enamorado. En un segundo, pasé de la vergüenza al deseo de salir con Ernesto. “Entre tanta gente, quizás no se den cuenta de mi ausencia”.
Me citó a un restaurante al este de la ciudad, alejado de mi domicilio, con la promesa de ir luego a bailar. Lista y a punto de salir, comenzó un aguacero del fin de los tiempos. Yo no quería que se dañaran mis zapatos nuevos, por lo que me senté a esperar a que escampara. Le avisé a Ernesto que llegaría después.
Luego de la lluvia, el tráfico se transformó en una calamidad. La furia de las bocinas casi no me permitía escuchar lo que él me decía por el celular cada vez que llamaba para preguntar por dónde iba. No podía disimular la impaciencia y el disgusto. Al verme entrar al restaurante, vino hacia mí. Yo di una vuelta de pasarela para que pudiera admirarme y contemplar las piernas, que tanto le gustaban, sobre el hermoso calzado. Lo ignoró
-Vámonos, ya no tengo tiempo. Mejor te llevo a tu casa.
Su interés lo había barrido el aguacero. Un silencio de ataúd me dijo que no nos veríamos de nuevo. Si era así de intolerante, apenas comenzando un romance, mejor ni imaginar de lo que sería capaz después. Claro que pude bajarme del auto y mandarlo a freír orangutanes por grosero, pero el   tráfico no había mejorado. Y sin taxis a la mano y con las calles anegadas, ni pensarlo. Me aguanté su malestar, llenando sudokus en el Black Berry. Por fin, llegué a mi apartamento.
-Nos vemos luego-dijo.
“Sí, te creo”-pensé
El día de mi cumpleaños terminó sin baile, sin obsequio y sin el más mínimo halago. Por un momento, quise tomar otro taxi e ir a la fiesta de mi jefe, pero los zapatos nuevos me hacían doler los pies y estaba ansiosa por liberar los dedos. Ya encontraría un buen pretexto para mi jefe. Encendí la TV y me dormí.
Llegué a la oficina el lunes a primera hora. El señor Sahasya hizo como que no me había visto. Los demás dejaron de hablar. “¡Caramba, cuánto melodrama!", exclamé por lo bajo. Sin embargo, fui presa de la preocupación: "¿Cómo me excuso, cómo me excuso…? La lluvia… ¡Sí!  La lluvia no me dejó llegar.” Disimuladamente, Nelly me hacía señas. La seguí a la toilette.  
-¡Metiste la patota, amiga!-exclamó.
-¿Por qué?
-Si hubieras escuchado lo que yo, sin querer. Lo que le decía el señor Sahasya a su mamá.
-Ay, por Dios, ni que fuera para tanto…
-Si tú lo dices… No todos los días nos esperan con una petición de compromiso y una fiesta sorpresa.

Olga Cortez Barbera

Imagen: es.123rf


FRASES DE MUJERES CÉLEBRES




“Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar”
Frida Kahlo
Pintora mexicana

“Sangra tanto el corazón del que pide, que hay que correr y dar, sin esperar”
Eva Duarte de Perón
Actriz, cantante y política argentina

“Encanto es lo que tienen algunos hasta que empiezan a creérselo”
Simone de Beauvoir
Novelista y filósofa existencialista francesa

“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois ocasión de lo mismo que culpáis”
Sor Juana Inés de la Cruz
Religiosa católica, poeta y dramaturga novohispana

“El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”
Isabel Allende
Escritora chilena

“La pasión, para el hombre, es un torrente; para la mujer, un abismo”
Concepción Arenal
Escritora y socióloga española

“Pensar de forma realista nunca ha llevado a nadie a ninguna parte. Sé fiel a tu corazón y lucha por tus sueños”
Margaret Thatcher
Ex Primer Ministro de Inglaterra

“Para liberarse, la mujer debe sentirse libre, no para rivalizar con los hombres, sino libres en sus capacidades y personalidad”
Indira Ghandi
Política y estadista india

“La paz comienza con una sonrisa”
María Teresa de Calcuta
Misionera yugoslava, nacionalizada india

“Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”
EmilY Dickinson
Poetisa estadounidense

“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”
Virginia Woolf
Escritora y ensayista británica