sábado, 26 de abril de 2014

CARACOLAS DE ESPUMA


Para hacer una montaña
el mar arroja a la playa conchas tornasoladas.
Las olas lanzan pájaros
y caracolas de espuma.
Los cangrejos traen estrellas de mar.
Las ardillas, montoncitos de arena,
los venados, mucha arcilla,
y cantos rodados el rabipelado.
Un morrocoy se pone a llorar:
Empezaron por juego y les salió de verdad.
¡La montaña ya está lista!

De: La montaña que vino del mar
Marissa Arroyal


Frente al volante, de regreso a casa, repitió para sí lo que le habían dicho tantas veces: “Al amor no se le busca, llega cuando menos se le espera”. Tenían razón-continuó-. ¡Y miren dónde lo vine a encontrar! La dicha la hacía extrovertida. Por eso les confió a las compañeras de trabajo el secreto de su repentino buen humor. Lo celebraron con un almuerzo. Estaba por disfrutar tres semanas de libertad, tiempo para dedicarlo a aquel romance de ensueño.
La ilusión la sumergía en el desvelo, un torbellino arrasaba su oblonga monotonía. Con los ojos abiertos soñó toda la noche con él. Sólo esperaba el atisbo de la mañana para ponerse lo más atractiva posible. Había dado los primeros pasos unos días antes, aunque no se acostumbrara aún al moderno corte de cabellos. Ahora acataría los otros consejos. Quizás, a las compañeras no les faltaba razón:
-Deja el desaliño y cambia esa cara... Sé femenina… Ponte algo de sombra… Usa un  labial, aunque sea discreto… Vístete con algo bonito… Y no le transmitas, por favor, tu afán por atraparlo…
La autopista, como todas las mañanas, imposible. La anarquía del tráfico automotor sofocaba la vista de la regia montaña y la esperanza de llegar temprano. Se respiraban humos de impaciencia. En otras circunstancias, a ella no le hubiera afectado. Acostumbrada al peso de la rutina y de su vida vacía, el caos le hubiera dado lo mismo. Cansada de deambular por el mundo, había decidido no viajar esta vez. Poco le importaban los largos días de tedio que le esperaban en la soledad de su apartamento. Hoy era diferente: de vacaciones y con la existencia dándole un vuelco. La idea del matrimonio como que  dejaba de ser una utopía. La ilusión era una hierba que podía brotar hasta en los terrenos desérticos:
-¡Qué bella está la montaña hoy!-se dijo y miró el reloj-. Es temprano todavía.
Desde que conoció a aquel excursionista no hacía más que esperar el momento de subir en funicular y caminar hasta los predios del guardián de la ciudad, el Humboldt, un hotel construido en la cima  en la década de los cincuenta. Le gustaba llegar antes que él, pasear por los senderos, entre el vaho frío del viento y la neblina, y contemplar las laderas verdes que descendían hasta las costas del mar. Luego, verlo aparecer entre las brumas, como una aparición de cabellera al aire, y escuchar su voz:
-Amor mío, ¿cómo estás? 
En la emisora sonaba “Love´s theme”. Recordó la celebración de sus quince años y la voz de Barry White colmando el salón de fiestas. En aquel momento creía que el futuro era de colores claros y transparentes. Luego, casi sin darse cuenta, pasó el tiempo… Tenía una profesión, un buen trabajo y un novio amoroso. Casi sin sentir, siguió pasando el tiempo y el noviazgo envejeció. Sin los bríos de la juventud que la había engendrado, aquella relación terminó por fenecer. Otros amores llegaron luego sólo para sumirla en el desencanto. Frente al espejo, su rostro flotaba en un lago de tonos grises:
-No quiero morir soltera y sin hijos.
Pero, casarse no era cosa fácil. Sobre todo, en una época de aceleradas libertades. Más de medio siglo se consolidaron en una barrera infranqueable. Los prejuicios de su generación no podían ser derribados por modernidades. Sin encajar en los nuevos patrones, se vio gradualmente sola. Entonces, se refugió en los viajes. Convertida, en apariencias, en una mujer de mundo, hablaba en la oficina de los megalitos de Escocia, la arquitectura del Domo florentino, El puente Carlo de Praga, los trece mil templos de Birmania o las pirámides de Teotihuacán. Sus compañeras la oían con envidia. No sospechaban que, cerca de aquel intelecto enriquecido, latía un corazón cada vez más doliente.
Sin embargo, las cosas habrían de cambiar. ¿Quién manejaba los hilos del destino? En un acto irreflexivo, abandonó la cama un sábado y se le dio por recorrer, en su automóvil, la gran ciudad. Era una mañana fresca y los habitantes dormían. Bajo el cielo sin nubes, El Waraira Repano era una joya gigantesca reluciendo entre encajes de neblina. Posó la mirada en la montaña.
-¿Qué tal si paso el día allá?
Con boleto en mano, subió al funicular. Se alejó de la urbe adormecida, lentamente.
A pesar de lo temprano, había una multitud: exploradores, turistas, adultos, jóvenes y niños. Ya se alistaban los puestos de artesanías, golosinas y comidas rápidas. Después de recorrer el lugar y con un vaso de chocolate para combatir el frío, buscó donde sentarse. Por todas partes, los enamorados se besaban y reían. Se desanimó. 
-¿Qué hago yo aquí?
Como respuesta, una voz salida de la nada:
-¿Qué hace tan solita esta señora?
De esa forma, comenzó todo. Los encuentros en el mismo lugar. Presa del romanticismo, el resto del mundo dejó de existir. Así como la montaña estaba hecha con los elementos nobles del universo, su amor emergía entre las fibras de los sentimientos desesperados que luchaban por escapar de la soledad. Se enamoró como nunca, se aferró a lo que veía, al presente. El pasado de aquel hombre podía destruir la última chispa de esperanza. “Dispongo el resto de la vida para conocerlo”.
Estacionó el carro y fue a comprar el ticket. Día de asueto nacional. Más gente que de costumbre. La fila era interminable. El reloj le indicó que no llegaría a tiempo. La impaciencia no la abandonó hasta que lo vio. Estaba diferente. Tal vez se había disgustado por la tardanza. La llevó a un lugar apartado. ¿Qué pretendía decirle aquella mirada misteriosa?  
-¿Puedo pedirte algo?
El aroma de los eucaliptos se mezcló con la emoción.
-¿Qué cosa?
-Quédate conmigo.
A su lado, la sensibilidad abarcó otras dimensiones. Juntos, eran pájaros, capullos, flores y colmenas. La montaña, generosa, a cada paso les revelaba sus secretos: la danza de los bambúes, el nerviosismo de los venados, el rocío matutino y el rumor de los vientos. Y cuando rondaba la luna, los astros convergían en la placidez de sus sueños. Una tarde, miraron el horizonte. A los pies de la montaña, se estremecían las olas. Sintió nostalgia:
  
-Deseo volver a casa.
-Sabes que no te puedo acompañar y no quiero perderte.

Bajaron a la playa. El sol naranja y la arena tibia. ¡Qué agradable sensación! Él la tomó de la mano y corrieron hacia las aguas. Abrazados por el oleaje, buscó besarlo. La detuvo la mirada misteriosa, la misma que tenía cuando le pidió que se quedara con él. La intuición se lo dijo: El amor de aquel hombre, surgido de la nada, de memorias ocultas, traspasaba tiempo y espacio. ¿Era de este mundo? Tarde para saberlo. Qué más daba. Nunca la dejaría regresar. Escuchó la voz de la montaña: “Déjate ir”. ¿Por qué no? El romance, con el que tanto había soñado, se haría inmortal entre las caracolas de espuma del mar.

Olga Cortez Barbera