martes, 24 de febrero de 2015

A LA HORA DEL TÉ

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            Esta tarde lo veré. Estoy emocionada y un poco nerviosa. Debo buscar lo más bonito que haya en el closet, aunque la verdad es que ha pasado tanto tiempo desde mi última compra que, de seguro, mis trajes ya no estarán a la moda. Cómo se va alejando una de esas cosas. Recuerdo cuando iba de tiendas y me traía media docena de vestidos, con sus juegos de zapatos y cartera. Eso fue antes de casarme, cuando el sueldo era todo para mí. Mamá comentaba que ya era hora de que yo contribuyera con los gastos de la casa, por eso de sembrar en mí “el sentido de la responsabilidad y el buen juicio”. Papá la contradecía: Déjale quieto sus reales. Mira que la juventud es una sola.  Privilegios de hija única.
Vamos a ver… ¡Ajá! Aquí está el vestido que usé en el matrimonio civil de mi hija Gabriela. Ella dijo aquel día: Qué bella estás, mami, pareces una diva. Pasado lejano. Caramba, me queda algo estrecho… Pero si me pongo esta pashmina, lo disimulo. Pues sí, me veo bien. Y aquí están unas zapatillas en buen estado. ¡Listo! A pesar de las canas, el espejo refleja una señora aún elegante. Creo que iré al salón de belleza para que me hagan un buen corte de cabellos. No puedo permitir que él me vea sumida en la dejadez. Bendita coquetería que no sucumbe a las patas de gallo. A lo largo de mi existencia, cuántas veces soñé con este encuentro, hasta que al fin lo sofoqué entre la rutina y el olvido. Y fíjate que se da como nunca lo hubiera imaginado, viendo las fotos de los viajes y progresos de mis nietos por Facebook. Un mensaje: Anwar Jamed desea ser tu amigo. ¿Anwar? ¿Era él? Acepté. A la semana, acordamos salir: “¿A qué horas vienes por mí?” “¿No adivinas?, a la hora del té”.        
                                                     …….

Todo parece en orden bajo la luz vespertina que envuelve la sala. Los adornos, impecables. Los cojines en su justo lugar. Las fotografías… Una vida enmarcada en los retratos familiares. Él debe estar por llegar. Lo haré pasar un momento, como corresponde. Luego, iremos a cenar. Si no me equivoco, percibí, a través de la línea telefónica, algo de nuestra antigua complicidad. Maravilloso; reduce la ansiedad. No es fácil para mí verlo después de cuatro décadas. A la hora del té… Cuánta  efervescencia en esa frase común. Lo sublime y lo clandestino. La proclama de lo inevitable. Palabras con las que él pretendía ironizar las reuniones de su madre con las amigas. Mientras ellas parloteaban entre galletas, dátiles e infusiones, a Anwar y a mí, rodeados por libros y cuadernos, se nos alborotaba el amor. ¿Cómo olvidar las veces cuando, en el salón de clases, sentado a mi lado, me guiñaba el ojo y decía, en voz baja, la sugerente frase?
A su papá, cuando lo sospechó, no le causó gracia. Me miraba con unos ojos de religioso censor. “No hagas caso-decía Anwar-,  no voy a permitir que él se meta en nuestra relación, como lo hizo con mi hermana” Yo, rebelde y emancipada, creí que un amor avasallante, como el nuestro, era suficiente para derribar las murallas de la devoción. Su Dios y el mío no podían estar en contra de la felicidad de los mortales. Vaya que lo creí. Pero cuando comentó: Voy con mis padres un par de meses al Medio Oriente, pero no aceptaré otra novia para mí, intuí que lo nuestro perdería el rumbo.
Dolió, como estilete en las entrañas. Mi gran amor, roto. La emancipación no te hace inmune a las estocadas sentimentales. ¿Qué pasó con lo que nos prometimos?,  pregunté muchas veces al techo en aquellas noches perpetuas, como si en ese cielo tosco pudiera encontrar el consuelo. ¿Me acompañaría la insoportable herida hasta el fin de la existencia? No. Encontré el sosiego en otros besos. Y me casé. El nuevo amor no era igual, menor o mayor. Era diferente. Maduro y sereno. Sin embargo, no podía olvidar, ni dejar de soñar en que alguna vez volviera a encontrarle, vuelto presa del arrepentimiento. Yo, próspera y feliz…

……..

            Ha sido un encuentro emotivo, en el que nos hundimos en la alegría y en la nostalgia. No hubo espacio para recriminaciones o lamentos. Había tantas cosas que contarnos: el matrimonio, los hijos, la vida. En tanto hablábamos, yo me preguntaba dónde andaba su cabellera frondosa. Por los mismos sitios que la esbeltez de mis pechos. ¿Importaba? Lo que fuimos cuando estudiantes, ahora se convertía en una dulce anécdota. Recordamos episodios remotos, paradójicamente cercanos. Quizás un pequeño rescoldo del ayer, acaso el vino, me hizo desear  el don de alargar la mágica realidad de esas pocas horas. Al final, nos invadió la timidez. Así que los ojos expresaron lo que los labios retenían. No el amor de antaño, no la pasión sin mesura, sino la necesidad de llenar los vacíos dejados por la viudez. Salimos a la luna llena, a la quietud de las calles solitarias. Antes de llegar a casa, le escuché preguntar: ¿Nos veremos de nuevo? Sonreímos. No hacía falta responder: A la hora del té.

Olga Cortez Barbera


FRASES SOBRE LA PAZ

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1.      “Cuando el poder del amor sea más grande que el amor al poder, el mundo conocerá la paz”.
Jimi Hendrix.

 2. “Si quieres hacer la paz con tu enemigo tienes que trabajar con él. Entonces se convierte en tu compañero”.
          Nelson Mandela

 3. “La paz no es la ausencia del conflicto, sino la presencia de alternativas creativas que nos ayuden  a solucionar el conflicto”.
          Dorothy Thomas

4. “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
            Benito Juárez

5. “La violencia es el último recurso de los incompetentes”.
        Isaac Asimov

6. “Un espíritu débil es incapaz de perdonar. El perdón es virtud de los fuertes”.
         Mahatma Gandhi

7. “Es propio de hombres de cabezas medianas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza”.
       Antonio Machado

8. “La violencia es miedo a las ideas de los demás y poca fe en las propias”. 
       Anónimo

9. “Si quieres hacer la paz, no hables con tus amigos; habla con tus enemigos”.
         Moshé Dayán

10. “Solamente puedes tener paz si tú la proporcionas”.  
           Marie von Ebner-Eschenbach



Imagen: coralea.com

martes, 3 de febrero de 2015

ÉL


          No acostumbro a usar el Metro, ese transporte subterráneo que me provoca cierto estado de claustrofobia, pero en víspera de Nochebuena  y con el tiempo lluvioso, subir a un taxi era una hazaña imposible. Miré la hora en mi reloj. Era tarde y ya quería estar en casa. Haciendo a un lado mi resistencia, bajé las escaleras y, después de un oleaje de empujones y dos trenes, pude entrar al vagón. Por supuesto, ni pensar en sentarme. No me quedó otra cosa que respirar los vahos de los trajes húmedos y los humores corporales. Alcé la cabeza, cual periscopio de submarino, para aspirar (ilusa yo) un poco más de aire. Entonces, lo vi.
            Un hombre tenía sus ojos fijos en mí. Sin embargo, giré la cabeza a ambos lados para comprobar si, en efecto, era a mí, y no a otra persona, a quien sonreía. No estaba equivocada. Me hice la desentendida pero, al rato, me di cuenta de su insistencia. Fruncí el entrecejo; a esas alturas de mi vida yo no iba a caer en un absurdo coqueteo. ¿Y si era alguien conocido? ¿De dónde, de dónde? Paró el tren y muchas personas bajaron en la estación. Eso me permitió detallarlo.
            Nos sentamos frente a frente. Vestía bien, con los privilegios del éxito económico. De las mangas del abrigo sobresalían unas manos cuidadas. Cabellera y barba casi blancas, obra de un buen estilista. Me extrañó que ese hombre, tan elegante, ajeno al pasajero habitual, usara ese medio de transporte. Quizás le había sucedido lo que a mí. Seguía sonriendo. Yo  decidí hacer lo mismo, con la distancia que requería el caso. No encontraba nada familiar en su rostro hasta que, entre los pliegues de la edad, pude rescatar la profundidad familiar de su mirada. Lo supe. Bajé la mía para darle a entender que yo no lo recordaba.
            ¡Eres tú!-pude decirle-pero la culpa me abrumó. Ingresé a una galería de imágenes: las clases en la universidad, las fiestas, los paseos por el parque. Las canciones, los poemas. Los problemas del mundo, las protestas. Los besos, las caricias y siempre él. Ya no era el vagón, sino la noche eterna a su lado, esa que no sucumbiría a los avatares del destino, que no es otra cosa que el cuenco de nuestras propias decisiones:  
            Busco la luna y no está en el cielo. Recorre sin premura las líneas de tu cuerpo.  Mi piel siente celos porque no es ella la que te descubre y moja los montes que resguardan tus deseos. No sé si soy yo u otra persona la que te contempla y permite que el rocío y los grillos se lleven los temores. Tu cuerpo sobre el mío aplasta mis prejuicios, y yo descifro con mis dedos sobre tu espalda el significado de nuevos versos. Entre caricias y promesas, nos dejamos ir con la corriente... Desfallece el vientre, se escapa el alma, y yo respiro la fragancia de una noche que se esfuma.
            Buscas en mis ojos lo mismo que yo busco en la profundidad de los tuyos. Nos damos cuenta que, en ese instante, los dos soñamos el mismo sueño. Levanto el velo y dibujo sobre tu pecho los matices de futuras mañanas nuestras. Se levanta el sol, se enciende el deseo, y consigue que el tuyo y el mío se conviertan de nuevo en un solo cuerpo. Siento el dulce dolor de la virginidad deshecha, siento que la existencia trae ahora un nuevo sentido. Mis manos, orfebre novel, te moldean con libertad, y yo me rindo a las tuyas entre profundos suspiros. “Somos aves de un mismo cielo”, pienso. En el silencio juras: “Te amaré por siempre”. Yo: “Por siempre, seguiré contigo”. Busco tus labios convencida de la certeza de nuestro juramento, sin imaginar que nuestro sueño descansa sobre un almohadón de lejanas estrellas.  
            Volví al vagón, con el peso del juramento roto. Era yo muy joven y me había dejado arrastrar por mis propias aspiraciones hacia otros lares. “¿Cuándo volverás?” “No lo sé”.Quiso ir tras de mí, no lo dejé. Yo necesitaba mi propio espacio y mi propio tiempo. Mis cartas y mis llamadas se fueron alejando, hasta que él comprendió que no volveríamos a vernos, a pesar del amor y de las promesas hechas. Pero, después de muchos años, regresé y estaba frente a él. Yo intuía que él deseaba hablarme. ¿Para qué hacerlo? ¿Para enterarnos de cómo nos había ido? A simple vista, le había ido bien. No era necesario que yo le contara sobre mí. ¿Mentiras? No se las merecía. Llegamos a otra estación. A través del reflejo de la ventana, lo vi salir,  ya sin la sonrisa. En el andén, levantó una mano, a modo de despedida. Yo también. Lo dejé ir sin que supiera lo que había sido mi vida sin él.  
Olga Cortez Barbera

Imagen: flickr.com


FRASES CÉLEBRES DE ANA MARIA MATUTE



Ana María Matute
Novelista española.

La palabra es lo más bello que se ha creado, es lo más importante de todo lo que tenemos los seres humanos. La palabra es lo que nos salva.

– Si no hubiese podido participar del mundo de los cuentos y si no hubiese podido inventarme mis propios mundos, me habría muerto.

– Escribir es siempre muy difícil, sobre todo hacerlo de forma aparentemente sencilla.

– Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro.

– El dolor es más llamativo que la felicidad.

– La infancia no es una etapa de la vida: es un mundo completo, autónomo, poético y también cruel, pero sin babosidades.

– El escritor nace, no se hace: es una cuestión de ser o no ser.

– Escribir es también una forma de protesta. Casi todos los escritores comparten el malestar con el mundo.

– Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imaginación y la fantasía son muy importantes, puesto que forman parte indisoluble de la realidad de nuestra vida.

– Yo en la novela digo que a veces la infancia es más larga que la vida.

– Para un escritor, no hay universidad ni escuela que enseñe lo que enseña la vida.

Mientras haya un poeta, la poesía existirá.

Fuente: FraseCelebre


Olvidado Rey Gudú: Lo recomiendo.