jueves, 23 de junio de 2016

LA RESPUESTA

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 “¿Quiere vivir, o quiere morir?” Mi vida pendía de una respuesta. Yo, allí, sin poder pensar con claridad, en el suelo, boca abajo, amordazada y con los tobillos a punto de estrangulamiento, mientras que unas manos anónimas ataban mis muñecas. Dentro de la confusión, todo me era tan absurdo. ¿Cómo caí al piso? ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? ¿Dónde estaba el vigilante? Entre las preguntas, mi  instinto de conservación trataba de encontrar una salida.
Después de unas vacaciones, decidí tomar un día de asueto para ordenar el trabajo acumulado. Nada especial para una empleada con tantos años de servicio que, en la comodidad de su oficina y entre informes y balances, dejaba escabullir las polillas de la juventud. La empresa era un segundo hogar.
—Señor Morocoima, el sábado vengo a trabajar—informé al vigilante.
Con sentido de solidaridad, esa mañana sabatina le llevé el desayuno, un gesto para alguien desvelado y, posiblemente, con apetito. Además, el hombre contaba con mi simpatía. De alguna manera, quise corresponder a su amabilidad cotidiana. A excepción de nosotros, no había nadie. Encendí la música y la computadora. El tiempo transcurrió en paz. A principios de la tarde sonó el celular:
—¿A qué hora te desocupas?—preguntó mi esposo.
Ya casi termino—respondí.
—¿Quieres que vaya por ti?
—No, recuerda que quedé en encontrarme con Eli. Ella me llevará a casa.
Quise continuar con el trabajo, pero me detuve. ¿Premonición,  sexto sentido? De algún rincón ignoto surgió el pensamiento: “¿Y si a Morocoima se le da por atacarme?” Una carcajada silenciosa ante lo inconcebible. Fijé la mirada en la pantalla y lo olvidé.  Un par de horas después, el vigilante vino a la oficina:
Señora, ¿cuánto tiempo más piensa quedarse?
No mucho. Media hora, quizás
Ah, bueno, déjeme salir un momentito.
 —Un momentito nada más, por favor.
Escuché la puerta, al cerrar. ¿Por qué la intranquilidad?  Algo andaba mal. ¿Había sido la mirada, el tono de su voz? Tomé la cartera y las llaves del carro…, pero alguien, con el rostro cubierto y con cuchillo en alto, se plantó en la entrada de mi oficina. Desconcierto y horror fueron suplantados (¿mecanismo de defensa?) por una absurda idea. El desconocido se quitaría la máscara, mientras exclamaba: “¡Ajá, la asusté!” Porque todo era un chiste, una broma de mal gusto. "¡Al suelo!", exclamó. Perdí el sentido de la realidad. 
—Esto no es con usted—dijo un hombre—. Si colabora, le prometo que no le pasará nada.  Nos llevaremos algunas cosas y la dejaremos en paz.
En contra de lo que él decía, el otro mostraba otras intenciones. Después de atarme, sus manos palpaban lo que no debían.  
No se preocupe, señora—insistió el primero—. ¡No le pasará nada! 
 —¿Quiere vivir, o quiere morir?—preguntó el otro.
Ambos salieron de la oficina y cerraron la puerta. Sentí una calma relativa.  No duró, alguien manipulaba la cerradura. Al no poder abrirla, ¡Crash! Me aterrorizó el estrépito de los cristales rotos.  Frente a lo que se avecinaba, comencé a temblar. La mente se dividió: una parte pedía a los dioses su intervención para que no sucediera lo que temía; la otra, con una tranquilidad inverosímil, repasaba las películas donde resistirse a la agresión  producía mayor violencia. Recordaba consejos sobre qué hacer en esa situación. “Dame, Señor, la entereza para soportar, que después lo superaré”. Entre el espanto y la calma, con los ojos cerrados, me hundí en el limbo, donde yo no era más que la espectadora de un hecho infame.
Todos dijeron, después, que había corrido con suerte: estaba viva, y los hombres, presos.  Sí, viva, a pesar de las humillaciones y el pudor lacerado, de la amenaza del cuchillo en el cuello, de Morocoima, que aumentó mi desesperación cuando sentí que abría la puerta y entraba. Sus gritos incontrolables y el silencio posterior. Imaginé su sorpresa y el dolor de las cuchilladas. Me embargó el desamparo frente a la certeza de que también yo moriría. Me volví vulnerable. En pocas horas destrozaron el mundo confiable que me había sostenido. Me hicieron otra, con la que no estaba conforme: una mujer rabiosa que se debatía entre el dolor y la impotencia.
Ser madura y casada no reduce la vergüenza. A las mujeres de mi edad no les pasan estas cosas. Infinita la humillación cuando supe que quienes me agredieron eran personas que habían trabajado en la empresa tiempo atrás. Morocoima fue quien los dejó entrar. Sus gritos perseguían aumentar mi terror y confusión.  Por mí supieron que yo estaría allí. Todo fue premeditado. ¿Por qué lo hicieron? No lo entiendo. “Deja todo atrás”, me aconsejan familiares y amigos. ¿Cómo se hace eso? No es fácil. A cada paso me enfrento a la duda: ¿Por qué lo permití?
Ahora, en la oscuridad de la habitación y cuando mi esposo me cree dormida, aquella pregunta circula en mi cabeza, como un carrusel: “¿Quiere vivir, o quiere morir?” Entre las sombras, creo comprender el porqué de mi sumisión. Hice lo que consideré necesario para no morir. Por eso, en un hilo de voz de niña desvalida, deseando despertar de la pesadilla en que se han convertido los días, respondo como lo hice entonces:
-¡Quiero vivir!
Olga Cortez Barbera

Imagen: es.123rf.com

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