lunes, 25 de julio de 2016

UN CLÓSET DE RECUERDOS - Elsia Cruz Torruellas





Con las presuntas profecías mayas, la proximidad de mi cuarto quinceañero y la llegada de un nuevo año, respiro renovación.  He transcurrido un camino de transformaciones: de maestra de escuela a feliz jubilada, de madre de jóvenes adultos a consentidora abuela; cambios reflejados en mi físico, mi talla, mis necesidades, mis costumbres y rutina.  Esta realidad me hizo chocar con la impostergable tarea que, por dejadez, estaba evitando.  Sí, sin remedio, ¡tenía que limpiar mi clóset!
Parada frente a las puertas abiertas me pregunté: ¿Cómo es posible que haya dejado acumular tanta cosa que no uso ni necesito?  Como maestra de teatro, sabía que toda pieza pasada de moda, podía servir en una obra, ya sea como vestuario o utilería.  Y que cualquier cosa, guardada por años, iba a ser necesitada el día después que lo botara. Pero estaba decidida a tomarme el riesgo.   Lo sorprendente es que con cada pieza sacada del clóset, salían también recuerdos perdidos, la nostalgia de momentos idos y aquella frase, cierta o no, que decía mi abuela: “todo tiempo pasado fue mejor”.
Allí estaba el traje que usé para la boda de mi hijo. Un traje sencillo, sobrio, tal como fue la recepción en la casa de la novia, en Argentina. Qué nervios ¡yo era la madre del novio! Era el menor y el primero que se casaba.   Como invitados especiales teníamos a los periodistas del diario Primera Hora que habían convertido a Juan Noel en un “Boricua en la luna”. Para entonces, ambos estudiaban en la Escuela de Teatro de San Miguel, donde se conocieron.  Quién me hubiera dicho que, seis años después, regresaría a casa bendiciéndome con dos nuevos nietos. Junto al traje, toda esa “ropa de invierno” que por razones obvias me sobra en la isla.  Los abrigos sí los conservé, por si algún día, mi Buenos Aires querido, “yo te vuelva a ver”.
A ese traje lo siguen una camisa violeta y dos en blanco y negro. Las compré para el velorio y entierro de mi titi. A su lado, el vestido que usé para asistir a una obra de teatro, culminación de un taller, que me dedicaban esa misma semana. Recuerdo ese domingo; al despedirme de Titi, me di cuenta que no le había dicho sobre el homenaje, pero me fui pensando: “se lo cuento el próximo domingo”.  No hubo otro.  Se me fue el viernes, calladita, tranquila. Ni siquiera sé si escuchó, desde el lecho, nuestro adiós.
Un sentimiento muy distinto me evoca una camisa de líneas rosas y blancas. Con ella me retraté, frente a “aguas grandes”,  en uno de los paisajes más hermosos de este planeta.  Mis vivencias no se van al cesto con ella.  Sí se van un montón de pantalones y blusas, los cuales tuve la esperanza de un día volverme a poner y ahora tengo  la certeza de que nunca lo haré. 
Añado otro conjunto; lo usé para el rencuentro de mi clase graduada.  No sospechaban nuestros diecisiete años,  al despedirnos en los “70”, que cada uno tomaría rumbos no imaginados y que la mayoría de nosotros, juntos desde los años primarios, no volveríamos a vernos hasta cuarenta años después.
Y así seguía sacando piezas del fondo, muy al fondo:  la ropa escogida para conocer a un amigo virtual a quien quería dar una buena impresión, la sudadera heredada de mi madre con el logo de nuestro equipo de béisbol y que había que usar para ganar, la camiseta comprada como souvenir de ese rinconcito que visitamos y tanto nos emocionó, el ajuar usado para lucir especial en una noche especial con esa persona más especial aún,  y aquella otra pieza que jamás volví a tocar pues era la imagen de la decepción y la rabia. 
Todo el pasado encerrado en un clóset, reflejado en los artículos guardados y olvidados. Lleno, como también  se nos llena el alma de tiempos pasados sin dejar lugar para los que vendrán. 
Es Navidad. Época de renovación.  En lo espiritual y en lo físico.  Es el momento para deshacernos de todo lo que nos moleste, nos atrase, nos amarre.  ¡Fuera rencores, frustraciones, desengaños, fracasos! Aún hay tiempo para soñar, planear, ilusionarse, fijarse metas. Sí, ¡es Navidad! Final y comienzo.  Otra oportunidad para empezar a acumular nuevos  y mejores tiempos.  Les hago espacio. ¡Viene el mañana! Salgo a recibirlo.

Elsia Cruz Torruellas  
 Puerto Rico

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lunes, 18 de julio de 2016

LA MUÑECA OLVIDADA - Pilar Galindo Salmerón

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El día y los niños han empezado a abandonar la playa. El mutis del sol va pintando el cielo de naranjas y azules. La marcha de los chiquillos, arrastrando tras de sí su bolsa de juguetes, llena de silencio y melancolía el atardecer. Tirada en la arena, olvidada, ha quedado una muñeca de trapo, de ojos negros y asustados. Oigo su llamada de auxilio, sujeto su manita tendida, la cobijo junto a mi pecho.

Ahora estamos solas la muñeca y yo.
Tenía pocos años, ignoraba la falsedad de las almas y las tretas de la vida. Miraba de frente y creía en las palabras. Cuando el amor que se juraba eterno germinó en mi vientre, no me quedó más  que descubrir la otra cara de las cosas. Tuve miedo, así que  corrí  a guarecerme en los brazos de él. Pero no lo encontré. Más asustado que yo, había ido a ocultarse en la madriguera. Igual que un conejo perseguido.
Los míos sí me dieron cobijo; con delicadeza, para no herirme, fueron separando los sueños de la realidad; el problema quedó desnudo, tendido en una camilla blanca. Era lo mejor,  mi vida entera iba a  resentirse si seguía incubando aquel amor que había sido mentira. Continuarás tus estudios, dijeron, te labrarás un porvenir, conocerás el auténtico cariño.  Aquello sólo había sido un ensayo sin importancia.     
Cuando todo pasó, además de un vago malestar en el vientre, sentí un frío mortal. Yo era una muñeca de nieve, insensible y cauta, que sólo hielo desprendía. Maduré tanto en unos días, que mis compañeras de la facultad, mis amigas de siempre, me parecieron niñas jugando a cosas de mayores. Y las miradas de ellos, que sugerían amores, resbalaban sobre mí sin dejar huella.  Si después de haber compartido tantos sueños,  él se marchó, ¿qué no harían ellos?   
Parece que los míos habían tenido razón; terminé mis estudios, encontré un trabajo, conocí a otro él. Un hombre que también hablaba de sentimientos que durarían siempre, que empeñaba su palabra, ¡Ah, los juramentos! Sin embargo, el tiempo al pasar me había deshelado el alma, ya no lloraba nieve sino lágrimas. Y pude sonreír. El nuevo amor eterno germinó en mi vientre y, esta vez sí,  todos fueron felices, hasta yo, por la buena noticia. Un hijo es algo tan hermoso…
Ahora tengo tres niños a los que adoro y un marido a mi lado que, hasta ahora, no ha echado a correr. Me habría gustado tener una hija, pero..., no todo puede ser perfecto.
En esta tarde azulada, casi de otoño, sujeto la mano que me tiende esta triste muñeca olvidada y la aprieto con fuerza.
Es mi muñeca rota. Yo la rompí.
Pilar Galindo Salmerón
España
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EL ROJO Y EL NEGRO -Idania Pérez

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Llegué a la ciudad más visitada de América del Sur: Buenos Aires. Finales de la década de los noventa. La crisis económica estaba presente. Por primera vez usaba los dólares americanos para pagar mi café. Era una mañana de hielo. Todos vestían de negro, gris y blanco.
O esos mismos colores, combinados. Cabellos muy cortos, vestido rojo, me hacían extranjera irremediable.
Deambulé perdida por  la multitud. Tenía la fragancia de la juventud. ¡Nadie se fijó en mí! Ni siquiera por mi traje rojo escarlata. En la tarde, dicté una conferencia sobre el Caribe como destino turístico. Era un salón, en un lujoso hotel del centro de la ciudad. Los hombres, serios, concentrados en el texto del programa. Sus trajes oscuros. Las mujeres, hermosas, ataviadas para pasear. Muchas tendrían el doble de mi edad y los cuidados de un bebé para sus rostros, para sus cabellos largos. Cuando me situaron frente al auditorio… hice mi mejor descripción sobre los atractivos turísticos. Trataba, en la experiencia hotelera, al cliente argentino. Aquellas personas parecían hechizadas por mi revelación. Todos querían oír las opciones. Ni el vuelo de un insecto se escuchaba. El silencio escapaba a la tecnología. Mientras, describía el sol, las playas, las gentes. Los hombres, curiosos por la distancia de las instalaciones respecto al mar. Las mujeres, por la vida nocturna de la capital antillana. Luego de tres horas de intercambio, la única diferencia entre la concurrencia y yo, era mi traje rojo.  Una mujer, dicharachera, me describió la rutina de la vida argentina. Como si fuera conocida de la infancia. En un arranque de confianza, pregunté: — ¿Son fríos los argentinos...? ¡Parecen europeos! —No, ellos buscan “minas”, en verano, no te confundas,—me dijo, entre risas, —es el invierno, que los pone así “estacionarios”.
En la noche  me aderecé de acuerdo con la ocasión —de negro, claro, ¡rojo, nunca más! Cené churrasco, ¡el mejor de mi vida! Un vino exquisito. Todo “maritado” con acordes de tangos. La buena mezcla hizo lo “suyo”. Ambiente cálido de alegría latina, diferente. — ¿Quieres que bailemos? Yo… —respondí con temor a flaquear mi cuerpo, “¡me invita, a mí”! —No sé bailar, tangos…, —Yo tampoco, —dijo, y me alzó casi en vilo. Como pluma en la que se impone el viento, floté. Al fin, sentí los pies en el piso. Juntamos los cuerpos. Volamos. Cada uno empeñado en seguir al otro. En abrigar acordes… ¡Su resuello era el mío! ¡Y, viceversa! —Fue una magia ensayada en otra vida, —digo yo. Un espectáculo que, quizá, apreciaron los presentes. Cómo explicar que jamás había bailado un tango. Fue una danza erótica que me hizo sentir mariposa en primavera. — ¿Tú eras, la del traje rojo?, —me preguntó al oído, —¿Y tú, quién eras? —le respondí, tratando de recordarlo. —Un argentino, —me dijo, estrechando más mi cintura, recuperando el paso, que no conseguíamos perder.
…Aun guardo los trajes en mi armario. Ya no son mi talla… El rojo, me recuerda la diferencia. El negro, que puedo volar…

Idania Pérez
Cuba
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lunes, 4 de julio de 2016

EL ENCUENTRO - Alberto Fernández


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En un callejón solitario una mujer camina hacia el sur. En la vereda opuesta un hombre avanza hacia el norte. Dos máscaras iguales que se detienen frente a frente. Ambos abren sus brazos mientras suenan campanas. Transitan hacia el medio de la calle solitaria en moroso encuentro. Se abrazan,  como atados, amordazados, hasta que se confunden las formas espaciales. Florecen plantas en las macetas de los balcones. Sobre la inmovilidad sonora del encuentro, brilla la luna incompleta. Por debajo, bandada de nubes.  Viajan  grupos de pájaros en el cielo. Música lejana: el himno de la alegría.  Anhelo de oscuridad hasta la hora de los silencios absolutos.

ALBERTO FERNANDEZ

Imagen: citywallpaperhd.com


sábado, 2 de julio de 2016

HOMBRE CON BRÚJULA - Mario Ferrari

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Estaba destrozado. Miguel, digo, estaba destrozado. Algo se había roto adentro, en el pecho y más allá, en todo lo que lo rodeaba. Desde el momento en que la dejó partir casi no había podido dormir, se desesperaba mientras intentaba imaginar cómo había sucedido todo. Cómo había dejado que ella se fuera así. Cómo no la retuvo en ese preciso instante. Cuando la rabia crece, cuando el instinto es más fuerte que la conciencia y se ha tocado fondo. Es el momento en que la razón debe actuar. Un cambio de palabras, una discusión violenta, una actitud estúpida y la destrucción de todo. La ilusión, el futuro. Los sueños inconclusos. Ahora, Miguel deambula por las calles, tiene que saber algo más. El hombre parecía algo tonto. Sus ojos giraban dentro de unos cuencos abultados, pupilas inquietas que, tal vez, eran capaces de mirar hacia todos lados al mismo tiempo. Con un brazo señalaba cada uno de los automóviles que recorrían la calle y, con movimiento lineal, continuaba el seguimiento hasta que llegaban a mitad de cuadra.
—Por aquí, por aquí. No, señor, no se arrime tanto al sur. Eso, por ahí, baje la velocidad. Por ahí, dirección noreste.
Nadie lo escucha, claro. La manga del saco viejo, raído, cuelga como un trapo sucio cuando el índice apunta hacia el coche de turno, en señal de advertencia. De tanto en tanto, mete la mano en el bolsillo y saca un aparato redondo, con luna de vidrio opaco surcada de rayas. Trata de ubicarlo en posición horizontal, aunque los dedos tiemblan, como todo su cuerpo.  Acerca la cabeza en forma desmesurada, hasta que su nariz casi toca la superficie del instrumento. Calcula, parece analizar el recorrido del próximo vehículo y habla. Los labios se mueven apenas en el ejercicio del cálculo y un líquido transparente brilla en las comisuras.
—Así es, así es. Suroeste. Muy bien, señor. Por ahí, por ahí. Usted es un buen ciudadano. 
Miguel camina con temor. Sus pasos lo llevan al lugar de la tragedia. Por una estúpida- califica él- asociación de ideas, ahora recuerda las palabras de su madre. Eran unos niños, apenas rozaban la adolescencia la primera vez que su hermana iba sola a una fiesta. Aquel miedo irracional, aquel sentimiento que oprimía el pecho. “Nada malo va a pasar, Miguel”. Su madre parecía burlarse de él, casi, si no fuera porque también intentaba confortarlo. “Pero: a qué hora va a volver. No voy a estar ahí para cuidarla”. “No te preocupes, ella ya sabe cuidarse sola”. Y ya en tono de broma. “Además, cuando algo malo pasa, las noticias son más rápidas. Te enteras de inmediato” Humor negro que rubricaba con una leve sonrisa, mientras sus dedos se entrelazaban, suaves,  con el cabello de un Miguel casi niño. “Por qué le tienes tanto miedo a la vida, mi amor”. Ahora, camina con temor y ansiedad. Esta vez no había sido como sentenciara su mamá. Una voz al teléfono, un accidente. La identificación en un sitio tétrico con olor a miserias y humedad de siglos. Un accidente, fue un accidente. Claro, qué fácil es decirlo. Todo es un accidente. La vida es un accidente y, también, la muerte. 
—Por aquí, señor. Por aquí.
Miguel escucha esa voz rugosa y se estremece. El extraño acaba de salir de detrás de un árbol de tronco ancho, grisáceo.
—Por aquí. Por favor, no abandone la acera. Eso, eso —Toma la brújula del bolsillo, investiga y continúa— Eso, rumbo noreste. Continúe, por favor.
Luego del primer estremecimiento, Miguel sigue su camino sin mirar a los lados, receloso por el encuentro imprevisto con tan desagradable personaje. El extraño hombrecito camina detrás de él, la pierna izquierda se hunde en forma exagerada, como si fuera más corta. Produce un balanceo que semeja una rara danza. Miguel no se da vuelta, aún cuando presiente la presencia cercana del loco.
—No se olvide, señor. Va rumbo al noreste.
Y luego, como si explicara la actitud indiferente de Miguel, agrega:
—Así son los del sureste, cuando van para el noreste.
De manera imprevista, el hombre de la brújula señala el centro de la calle y comienza a emitir incoherencias.
—Aquí, aquí estaba ella —su voz se quiebra ahora en un sollozo seco.
Aquieta el instrumento lo más que puede en la posición que cree más correcta,  y continúa.
—Aquí, aquí su cabecita. Pobre, no pudo resistir. Aquí, justo apuntando al norte. Lindos lo cabellos. Como de sol. Así, los cabellos al norte. Ellos llegaron. Ya era demasiado tarde. Ya era tarde, dijeron.
Miguel, que había avanzado ya unos cuantos metros, no pudo sino regresar, todavía alarmado por la presencia del personaje de los puntos cardinales. Se acercó y fijó su vista en él hasta que lo tuvo enfrente. El hombre dejó de murmurar, como si disimulara, y apartó la mirada hacia la calle. Un automóvil avanzaba con gran velocidad desde la esquina.
—No, señor, más allá, más al norte. Así, así. Evitemos accidentes.
Luego, pareció ganar confianza y, con voz apenas perceptible, dirigió su mano hacia un sector de la esquina.
—Ahí, ahí, pobre. Ahí la cabecita. Al noroeste su cuerpito. Pobre. Los cabellos como un sol.
Ahora, Miguel lo toma de las solapas que parecen desprenderse, y no puede evitar la rebelión de las lágrimas.
—¡Tu sabes! —dice con acento apasionado, ansioso. —¡Tú la viste! Dime, por favor, cómo fue, cómo pasó.
El vagabundo, asustado, gira la cabeza a un lado para evitar la voz del hombre que lo retiene con el rostro a pocos centímetros de su frente.
—Yo no sé —dice—, no sé nada. Por favor, señor, por la acera. Usted es un buen ciudadano.
Entonces, Miguel, acongojado, reconoce su cólera y su rabia. Intenta calmarse y usar la razón, esta vez. Suelta al amigo de la brújula y éste se derrumba como un monigote. Baja la cabeza y así se queda un rato, callado, como títere en descanso.
Mientras Miguel se aleja, escucha todavía:
—Por ahí, señor, por ahí. Por la acera. Muy bien, usted es un buen ciudadano. Qué le va a hacer, así son los del sureste cuando vienen al noreste.
Y más tarde, desde muy lejos, un grito.
—Oiga, si otro día va para el noreste, no se olvide de pasar por aquí.
Mario Ferrari
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