lunes, 14 de octubre de 2019

UNA CHICA EN EL BALCÓN


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“Hoy le hablaré por primera vez”, pensó el estudiante, mientras subía al autobús; la ruta de siempre para llegar a la Universidad. El largo trayecto le obligaba a entretenerse en cosas diferentes. A veces, le daba por leer; otras, por analizar los rostros de los pasajeros y de la gente en las aceras. Le gustaba crearles situaciones, de acuerdo a lo que ellos le transmitían. Se le despertaba la lira y tomaba notas, con la promesa de escribir, cuando los estudios se lo permitieran, los cuentos o novelas que tanto deseaba: “Todo ser humano lleva sobre los hombros una historia; si no la conozco, me la invento.  ¿Para qué sirve la imaginación?”
En ocasiones, le atrapaba la poesía. Bastaban un rayo de sol, la llovizna, la montaña o un ave para que el alma se le desbocara en versos. Sin embargo, en cada parada que hacía el autobús, se dejaba atrapar por lo de siempre: la mirada indiscreta a través de los ventanales, fuentes inagotables de inspiración. A las pocas semanas de haber comenzado las clases, se felicitó por el repertorio de  notas y comentarios que le permitirían cumplir el objetivo de ser un escritor. ¿Cómo imaginar lo que le esperaba?
La primera vez, a la velocidad del vehículo, fue un destello, una imagen capturada al vuelo. Lo suficiente para divisar la silueta femenina; muy poco para sentirse inspirado. A los días, el autobús hizo una parada frente al edificio. La dueña de la silueta, de nuevo, estaba allí. El estudiante dispuso de tiempo para detallar la fragilidad y el buen porte. “¡Qué hermosa es!”, pensó. Impactado,  presintió que ya no podría  sacarla de la cabeza. “Será mi musa, el personaje principal de mi magna obra” Desde entonces, no pudo evitar que la vida se convirtiera en un ovillo de entusiasmos y decepciones, dependientes de la presencia de la chica pensativa, asomada en el balcón.
Cuando la veía, le daba por silbar; cuando no, entraba en un ensimismamiento que, a quien conociera su carácter extrovertido, no podía pasar desapercibido. Frente a los altibajos emocionales, los padres comenzaron a preguntarle qué cosa le estaba ocurriendo. Los amigos, que se conducían entre chistes y bromas, le decían que, si no enamorado, andaba bajo los efectos de alguna droga. Él quiso confiar en ellos, pero, algo le llevó a conservar aquel sentimiento del que ya no podía escapar. Conservarlo en secreto, como una manera de acariciar, sólo para sí, el suave terciopelo que le abrigaba el mundo interior.  No quería que le tomaran por un loco, o por un soñador:
—¡Mejor evito el chalequeo!
Al paso de los días, se dio cuenta que, más que escribir la “obra magna de la literatura”, crecía la necesidad de conocerla. Le intrigaba la tragedia que, tal vez, atravesaba la chica. Siempre triste, con la mirada perdida. ¿Orfandad, viudez, un amor inconcluso? Hasta el momento, no era como para que él se bajara del autobús y entrar al edificio. ¿Qué le diría? ¿Señorita, me he enamorado de usted y quiero compartir su pena? Sólo un enajenado mental actuaría de ese modo; él no pensaba terminar con la puerta en la cara. Sin embargo, los sentimientos seguían desparramándose. Deseó que, aunque fuera una vez, volviera la vista a la ventanilla, desde donde él la contemplaba. Ella insistía en buscar lo que se le había perdido en el cielo. 
Él y su amor platónico... ¿Estaba dispuesto a que fuera así? Que ella lo mirara se le hizo una obsesión: “Voltea, voltea… ¡Sólo una vez, por favor!” Por más que lo pedía, no lo lograba. Con el ímpetu de la juventud y tomándolo como una señal, se prometió que, cuando eso ocurriera, saltaría del autobús para enfrentar el destino y conocerla. Entretanto, cada vez que la chica se asomaba al balcón, el estudiante repetía, como en una especie de mantra: ¡Mírame!..., ¡mírame!, sin que los dioses se compadecieran, hasta que sucedió.
Las gafas para el sol la hacían lucir muy elegante. De pronto, la chica inclinó la cabeza y sonrió.  El estudiante miró a todos lados; la calle estaba desierta, casi como el autobús, donde estaban el chofer y un par de pasajeros que subían. “¿A quién sonríe?”, se preguntó. En definitiva, a él. Se le aceleró el corazón. Quiso responder a la sonrisa y no pudo. Una piedra hubiera respondido mejor. El autobús siguió su camino. “La próxima vez, ¡me bajo!”. Lamentablemente, los días pasaron y ella no volvió a aparecer. Sin poder pensar en otra cosa, más que en volverla a ver, el amor se le fue transformando en el insoportable tormento que le llevó a tomar la  decisión. El conserje del edificio le preguntó:
 —¿A qué señorita se refiere usted?
—A la chica del piso 4.
—Ah, ¿A Esmeralda, la cieguita? Ella está de viaje. Los padres la llevaron a España para que la opere uno de los mejores especialistas. Ojalá salga bien porque, si no vuelve a ver, me daría mucha pena… Tan bonita y mire usted…
Desconcertado, el joven se despidió. Un hondo suspiro; el suave terciopelo seguía en el mismo lugar. Sonrió. No estaba dispuesto a renunciar a su obra magna, la novela de amor más grande de la historia. En unas semanas, ella estaría de vuelta. Cuando se asomara de nuevo al balcón, no perdería la oportunidad de saltar  del autobús, tocar a su puerta y presentarse. Podía ser que no lo viera. ¿Eso importaba? La visión no era más que un simple detalle.
Olga Cortez Barbera
 Imagen: myloview.es (Silueta de la cara de mujer con pelo largo)


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