viernes, 11 de agosto de 2023

Naturaleza muerta




 

Cada mañana era lo mismo: el tazón de avena para controlar el colesterol (según los consejos de mi vecina), el jugo de naranja, rico en vitamina C, la caravana de píldoras para batallar contra la hipoglicemia y la posibilidad de un accidente cerebro-cardiovascular, la Naturaleza Muerta en la pared, con las frutas sobre el mantel y dentro de un marco desgastado por el tiempo… Un poco menos de movimiento y yo me convertía en otro objeto inanimado dentro del comedor. Los quehaceres domésticos se desvanecían entre los pasillos de los pensamientos. Me daba por recordar y los recuerdos se deslizaban sobre los cristales empañados de la memoria. Solía preguntarme si sucedieron así o me los reinventaba. “Las frutas sobre la mesa” de la pintura me permitían rescatar algunas historias de lo que fuimos mi esposo yo.

El bodegón lo compramos en la Plaza de Tertre, en la colina de Montmartre de París. Yo moría por las bailarinas de Degas y el Fauvismo de Matisse. Sin embargo, no me importó ceder frente a la pasión de Antonio por los bodegones de Édouard Manet. Entre tantos lienzos colmados de frutas, flores y vasijas optamos por el óleo que, desde aquellas épocas, ocupa el centro de la pared sobre el seibó. De más está decir que no era un original; sin embargo, debimos sacar cuentas y hacer a un lado las decenas de macarons y crépes Suzzette que deseábamos disfrutar en el Café de Flore o en la intimidad de la habitación.

La luna de miel la hicimos con la ayuda de la familia; un regalo de bodas invaluable. Antonio pensaba que, bien planificado, podíamos viajar por toda Europa. Influenciada por el cine galo, las novelas francesas y las canciones interpretadas por Charles Aznavour y Mireille Mathieu, los cantantes de moda, le pregunté si podíamos quedarnos en Paris. En un mínimo apartamento de la Rue Paul Fort, comenzó la idílica aventura. Enamorados y con un entusiasmo casi infantil salíamos, desde muy temprano, a contemplar el esplendor parisino. Gastamos las suelas de los zapatos en las caminatas por las avenidas, las callejuelas empedradas y los extensos parques de la ciudad. Sacrificamos las compras por los sitios de importancia. Los paseos por el Sena, las visitas a los museos, la Torre Eiffel, el Palacio de Versalles, entre otros, terminaban con una cena sencilla en la intimidad del pequeño apartamento.    

París era más de lo que yo hubiera podido imaginar; todo ella derrochaba romanticismo. La arquitectura de los antiguos edificios, las maravillosas fuentes y el clima ajeno al del mi país tropical se mezclaban con la lujuria de sensaciones que se me agolpaban en la mente y en el alma. Una tarde, en las vísperas del regreso a casa, paseamos por el Puente de las Artes. Una pareja se miraba apasionadamente. Imaginé que eran Oliveira y la Maga, aquellos personajes de Rayuela que andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Miré a Antonio, que compraba recuerdos con el dinero que nos quedaba. Lo amé, como nunca, y me pregunté si aquellas sensaciones, en la ciudad de la luz y del amor, hubieran sido las mismas sin su compañía. Me despedí del Sena. Abracé a mi esposo y le dije, en un arranque de sentimentalismo: Siempre nos quedará París. Sonrió. Él también había visto Casablanca, la icónica película filmada en la década de los cuarenta. Era la respuesta de Rick a Ilsa cuando, al momento de la despedida, ella le preguntó: ¿Nuestro amor no importa?

Ya en casa, los primeros tiempos fueron difíciles. El alquiler, las facturas y los bajos ingresos. Con todo, fueron los tiempos más hermosos de nuestra vida en común. Citando a Hemingway: éramos “muy pobres, pero muy felices”. Con el transcurrir de los años, la situación económica nos permitió una vida confortable y, con ello, cumplir el deseo de Antonio, que también era el mío: conocer el resto de Europa. Luego, por sus compromisos laborales, debimos vivir en diferentes países. Con el transcurso de los años, la relación matrimonial fue tomando otras tonalidades. La fogosidad y el romanticismo dieron paso a la comprensión y al sosiego. Sin darnos cuentas, nos fuimos alejando.

Cuando la soledad tomó mayores dimensiones, lamenté haber abandonado mi pasión por la escultura, a cambio de las responsabilidades hogareñas. Mis obras quedaron abandonadas en el taller de nuestro primer hogar, a donde volvimos después de la jubilación que acabó con nuestra vida nómada En esta nueva fase, nos reencontramos con la pasión desgastada, pero, con la necesidad de una compañía fraterna y solidaria. La juventud hacía tiempo que se había alejado, despertando las naturales preocupaciones por el futuro:

—Si yo muero antes que tú, quiero… —comenzaba él.

—¡Ni lo digas! Primero me voy yo…

—Escucha, cariño, que la parca no nos tome desprevenidos.

El fallecimiento de Antonio fue una amarga sorpresa. Cercenó nuestros proyectos y a mí me dejó devastada. Por mucho que entendamos que la muerte nos acecha desde el primer aliento, y que la probabilidad aumenta con el paso de los años, nos engañamos esperando que sea después, sobre todo, para los seres que amamos. Una mañana, mientras se tomaba su café en el jardín, vino por él. Me sentí infinitamente sola y sin saber qué hacer o a dónde ir. Como un autómata, por fuerza de la costumbre, me sentaba a desayunar y a ingerir las píldoras, mientras mi mirada se centraba en el viejo bodegón. ¿Naturaleza muerta? ¡Naturaleza muerta, yo! Quise terminar con mi existencia sin sentido, con una sobredosis de medicamentos. Escuché la voz de Antonio, una noche cualquiera, antes de su partida:

—Cuando muera te quiero viva, no llorando por los rincones. La vida continuará y el mundo no se acabará, decía una antigua canción. Debes seguir tu camino sin mí. No lo olvides: aunque ya no esté, ¡siempre te quedará Paris!

En este momento estoy frente al Muro de los te amo, repleto de manifestaciones de amor en todos los idiomas. Una agradable brisa de lluvia me está lavando el alma. Las emociones no son las mismas; en contraposición, siento que Antonio sigue conmigo. Él tenía razón. De eso se trata todo, continuar el camino, a pesar de las vicisitudes que nos presente la vida. Pronto regresaré a casa. Me esperan los cinceles, la arcilla y aquello que me permita moldear los nuevos días que me esperan. 

Olga Cortez Barbera

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martes, 9 de mayo de 2023

Equidad



Tengo miedo. Uno que me mantiene sin dormir. Ni las oraciones, ni las píldoras me permiten librarme de la pesadilla en que se ha convertido mi vida. ¿Cómo podía yo imaginar que el corazón, a pesar de sus mortales tormentos, puede seguir palpitando? ¿Que el alma se estremece, incontrolable, frente a las confusiones existenciales? Eso sucede cuando resbalas por la pendiente hacia el infierno. He sido una mujer cristiana, no le he hecho mal a nadie. Sin embargo, estoy aquí, entre estas cuatro paredes, preguntándome: ¿qué hice mal?  

Me casé con un buen hombre, de la misma religión y con los mismos principios míos. Tuvimos cinco hijos, educados para atravesar el camino llenos de humanidad, respeto y obediencia. Ellos no dudaron en acompañarnos a llevar la Palabra a quien quisiera escucharla. Entendieron la importancia de cultivar el espíritu y no sobrevalorar lo material. Éramos una familia modelo de servicio y obediencia.  A pesar de no comulgar con la vanidad, yo no podía evitarla cuando me felicitaban a la salida del templo.

Siempre nos rodeó la pobreza. Carecíamos de tantas cosas que, a veces, me rebelaba ante esa situación. Si éramos unas personas de bien, fieles a los preceptos cristianos, ¿por qué nuestros hijos debían pasar por tantas necesidades? ¿No era suficiente ser representantes dignos de nuestra religión? ¿Cuál era el motivo de este castigo? “Nuestra entrega debería ser recompensada por Dios”, pensaba. Al instante, sentía vergüenza y le solicitaba su perdón. Entonces, recordaba su magno poder de justicia. Si bien era cierto que nosotros nunca obtendríamos las canonjías de los ricos y los poderosos, también lo era que ellos jamás accederían a las bondades del Paraíso. Con la esperanza puesta en la promesa de una vida eterna, acepté de buena fe la voluntad del Creador.  

De pronto, la armonía hogareña comenzó a resquebrajarse. Una pequeña fisura que, con el pasar de los años, se fue transformando en una grieta colosal. El menor de nuestros hijos, de chico travieso en la escuela, se convertía en un adolescente problemático. Comenzó a burlarse de nuestro credo. La Biblia, según sus palabras, era un cúmulo de disparates que no tenía pie ni cabeza. Mi esposo trató de regresarlo al redil, pero sólo recibió sus insolencias. Sin embargo, por mucho tiempo no perdió la ilusión de que recuperara el sentido común. Cuando vio que eso no sería posible, no le quedó más que comentar:

—Esta es una prueba que nos está mandando el Señor.

A medida que se hacía hombre, las complicaciones eran, cada vez, mayores. Las malas compañías y las drogas lo volvieron violento. ¿Qué intentaba el Señor que aprendiéramos con esa calamidad?  Sus hermanos, hartos de su conducta, pedían que lo echáramos de casa. No hubo necesidad porque se marchó sin despedirse. Aunque se fue a vivir muy lejos, los rumores no paraban de llegar. Así nos enteramos de su expediente delictivo. Entraba y salía de la cárcel, como si fuera una diversión. Un día, encontraron a su mejor amigo muerto. A pesar de las investigaciones, no pudieron inculparlo. En cambio, mi corazón de madre no necesitó de pruebas para saber.

Aferrados a las plegarias, mi esposo y yo esperábamos el milagro de su conversión. Fue en vano. Se hizo capo del barrio. Lo llamé para decirle que iría a visitarlo. Deseaba pedirle que recapacitara. No quiso; intuí que mi hijo era un caso perdido. Cuando me enteré de que había asesinado a uno de sus secuaces y a su familia, por un lío de drogas, oré para que lo hicieran preso. Me escandalizó el hecho de verlo escapar de la ley, una vez más. Por las influencias, las faltas de pruebas, el vacío legal, ¡qué sé yo!  Lo cierto es que lo habían regresado a las calles para seguir delinquiendo. ¿Por qué no llegaron mis oraciones a los oídos de Dios?

Ahora estoy aquí, observando cómo se derrumban mis sueños. Toda una existencia de buenas acciones para que, al final, yo deba ir al infierno. Apenas salió, volvió a las andadas. Para asombro de la familia, se apareció en casa con el cuento de que necesitaba quedarse un par de noches; le habían pedido la desocupación de la casa donde vivía. Mi esposo, poseedor de una comprensión sin límites, no puso reparos. El resto de la familia no estuvo de acuerdo. En la mañana, cuando todos se fueron, mi hijo se sentó frente a mí y me contó la verdad. Andaba huyendo. En un ajuste de cuentas, había asesinado de nuevo. Me horrorizó, hasta el alma y las entrañas, que en sus ojos no hubiera una pizca de remordimiento.

Fui al cuarto por unas pastillas y, luego, le preparé el desayuno. La Justicia Divina y las leyes terrenales decidieron dejarlo en mis manos. Si Dios dejó que crucificaran a su hijo, un ser hecho de amor y fe, ¿por qué habría de juzgarme por sacar de este mundo a un criminal? Si me cruzaba de brazos, ¿no me convertía en otro igual, al permitirle seguir truncando vidas? Después de esto, ¿podía esperar algo de equidad para mí? De no haber actuado, al menos me hubiera convertido en su cómplice. Eso significaba ir en contra de todo lo que siempre profesé. ¡Qué gran contradicción! Llamé a las autoridades para que vinieran por mí. Dios y los hombres me habían defraudado.   

Apenas entra la luz del sol a través de los barrotes. He tenido tiempo para analizar las circunstancias de una vida entregada a la fe. ¿De qué ha servido? Los hijos, casi en la miseria; la familia, desintegrada; un hijo descarriado y bajo tierra; una madre asesina. ¿En qué me equivoqué?  Debo pagar, frente a los hombres, por mi acto. No tiene importancia. Lo que sí: Dios perdona todos los pecados…, puede que no perdone el mío. Eso me sobrecoge. Perdí la oportunidad de entrar al paraíso, cuando muera. Pero, hay algo que me aterra mucho más. Sentir como se diluye la fe, como consecuencia de unos ruegos que hoy siento lanzados al vacío. La posibilidad de que he vivido aferrada a una farsa y que el Paraíso nunca haya existido…

 

Olga Cortez Barbera

 

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jueves, 23 de marzo de 2023

Esquirla de luna


 

Era un sueño recurrente el que la lanzaba al abismo de las madrugadas yertas. Con la almohada fría, a su lado, recordaba que hacía tiempo que se encontraba vacía. Del mismo modo que las horas, las ilusiones y el sentido de la vida. Huía de la cama y los fantasmas deambulaban por las habitaciones. Se asomaba a la ventana para buscar el consuelo en la luna y, como en el sueño, ésta se caía a pedazos.

Hubo un tiempo en que le encantaba contemplarla y creer, si se lo pedía lo suficiente, que cumpliría sus deseos. O fantasear con que podía subir a ella para alejarse de los miedos infantiles. Los monstruos la rondaban y ella quería que amaneciera. La luz del nuevo día la llevaba, una vez más, a los jardines opacos de la existencia. No era fácil para una niña entender las causas de las discordias continuas entre sus padres.

—¡Qué muchacha tan retraída! —decían, sin sospechar que de su corazón manaba una cascada de tristezas.

Tal vez, la luna cumplía los sueños a su manera. Descubrió que los libros eran la balandra mágica para protegerla de las zarpas del suicidio. En su regazo, entre historias y fantasías, encontró los caminos para alejarse de lo que tanto daño hacía y entender que el horizonte guardaba un arca de sueños posibles. Sin embargo, las normas rígidas, en el hogar, eran los barrotes que se interponían para alcanzar lo que imaginaba como felicidad.

Parecía que los hados se confabulaban para torcer su destino. Ningunas de sus ilusiones tenían un buen fin. Desubicada en el espacio, acataba todo lo que la realidad le imponía. No le quedó más opción que continuar por los derroteros de su suerte. Un autómata existencial que fingía estar de acuerdo con las Moiras, tejedoras de destinos, hasta que llegó el amor para hacerle suponer que la vida podía ofrecer frutos buenos.

No era así. Con el desengaño y el desfile posterior de amores desventurados, las cosas se complicaron para agigantar una soledad que, desde muy temprano, se había aferrado a su alma. Con cada hombre se iba un pedazo de su esencia, convirtiéndola en un desecho que se hundía cada vez más. Sin fe, poco podían hacer las fiestas y el alcohol.

Comenzó a tener la pesadilla, una y otra vez. La calle lucía solitaria y silenciosa, amparada por una luna redonda y luminosa, como la que contemplaba en su infancia. Esa luna la henchía de paz hasta que, de pronto, estallaba, mientras ella huía de las esquirlas de plata que caían. Sin donde esconderse, terminaba mortalmente herida. Le invadía un estado de felicidad porque, próximo, estaba su fin. Para su infortunio, al abrir los ojos, debía entrar al caos de su realidad.    

Decidida a desechar el mundo oscuro en el que había caído, retomó los estudios. Las nuevas amistades le permitieron mirar hacia un nuevo horizonte. Se impuso rescatar a la joven que un día fue. Y, aunque la soledad no la abandonaba, poco a poco, asida al hilo de la esperanza, dejó de tomar decisiones equivocadas y de tener malos sueños. Quizás, contribuyó alejar la posibilidad de toda relación sentimental. En su propia fortaleza, no tendría motivos para volver a sufrir. Comenzó a dormir tranquila.

Contra todo pronóstico, se enamoró de nuevo. Se esforzó en no traspasar los límites de la amistad. Él era tan insistente que logró, con un beso, atravesar el puente y minar su fortaleza. ¿Volver a pasar por lo mismo? Sintió pánico, como nunca antes, y regresaron las pesadillas. En las horas de desvelo, regresaron los miedos nocturnos, la severidad paterna que no le permitió ser, los conflictos hogareños, las prohibiciones irracionales, la consecuencia nefasta de aquel novio perverso, los posteriores romances con los que pretendía encontrar una dicha que sólo podía ofrendar una serenidad interna. El desconsuelo por toda una vida de frustraciones. Una madrugada, con el satélite observándola, exclamó:

—¡Basta!

Se levantó de la cama y se asomó a la ventana. La agradable brisa refrescó sus pensamientos. Era hora de crecer, perdonar y perdonarse, desechar culpables por lo que hizo o dejó de hacer y asumir sus propios retos. La luna refulgía con un sorprendente resplandor. Decidió arrancarse la esquirla del alma y darse una nueva oportunidad.

Olga Cortez Barbera

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CANVA

 


jueves, 2 de febrero de 2023

La culpa

 




No terminaba por tranquilizarse… Ella aún disponía de tiempo para liberar lo que le quemaba el alma y, así, morir en paz. Sin embargo, no dejaba de preguntarse si, en realidad, hacía falta que lo confesara. Allí estaba él, tan considerado como de costumbre. Las décadas de matrimonio no habían sido suficiente para aminorar su sentido de responsabilidad que, en vez de hacerla feliz, no hacía más que acrecentar sus remordimientos.

Amigos y familiares miraban al esposo con lástima y simpatía. En el círculo de las críticas, después de tantos rumores, se decía que se necesitaba tener un corazón muy generoso para que él continuara a su lado. Hoy, viéndola minimizada, próxima a lo inevitable, todos la juzgaban y creían que la penosa enfermedad era consecuencia de sus actos.   

Al principio, nadie quiso creerlo de aquella esposa perfecta. La recordaban alegre y espontánea. Mudada a una extraña ciudad e instalada en su nuevo hogar, tocó de puerta en puerta para presentarse a sus vecinos e invitarlos al festejo que daría para celebrar, con los integrantes de la comunidad, el inicio de la nueva etapa matrimonial.

Todos se sintieron atraídos por la joven de espíritu noble y solidario que, como una niña más, jugaba en el parque con los niños de la cuadra. Sin embargo, algunas envidiaban su belleza, mientras que los hombres comentaban, entre ellos, la suerte de tener en casa una mujer como esa. Nadie podía sospechar la grieta que se abría paulatinamente en la relación marital, porque él era un maestro del disimulo y ella, a pesar de la situación, no dejaba de sonreír.

En la madrugada, todos fueron tomados por sorpresa. Algunos, a pesar del frío, salieron a la calle. Asomados a las ventanas o al otro lado del cerco policial, se preguntaban qué podía haber pasado. La ambulancia y las patrullas parecían las protagonistas de cualquier serie policial. Los oficiales entraban y salían sin comentar. Una vez que la pareja partió, ella a la clínica, él a la comisaría, todos volvieron a la cama.

Un par de días después, el matrimonio, ya en casa, explicó que lo sucedió aquella noche había sido un accidente. Razón por la cual él era libre de toda sospecha. Los vecinos lo aceptaron de buena fe. Ninguno de los dos podía ser capaz de cometer tal atrocidad. No obstante, al paso de los días, la gente comenzó a dar rienda suelta a la especulación.

Bien sabido es que el rumor sin fronteras suele ser la daga que hiere el entendimiento. Comenzaron a surgir supuestos racionales y descabellados que destrozaron la imagen impoluta de sus vecinos. Sin embargo, la balanza se inclinó, al final, a favor del esposo. Si alguien tenía la responsabilidad de la tragedia, era ella. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella cara bonita?

Desde entonces, las cosas cambiaron en casa. El sufrimiento era tan palpable, que cada uno trataba de aliviar el del otro. Él se transformó en el esposo atento y afectivo que había dejado de ser. Ella agradeció que aquel acontecimiento los hubiera reconciliado. De forma tácita, acordaron no hablar de lo que había pasado como si, con eso, se pudiera poner coto a la infelicidad que nunca los abandonaría.

Así como no hablaron del tema, tampoco lo hicieron con otros, salvo lo que les parecía necesario. La brecha entre los dos se agigantaba, mientras ella lo veía descender por las pendientes del hastío, aunque él se empeñara en ocultarlo. No obstante, cuando salían a la calle, se colocaban la careta para simular ser la misma pareja que llegó una mañana remota. Pero, los vecinos no se dejaban engañar. Entonces, ¿por qué no se separaban?

Unidos por los grilletes de la culpa y frente a lo irremediable, ambos querían sincerarse. Estaban arrepentidos por no haberlo hecho antes. No obstante, los detenía el temor a agregar más dolor. Para ella fue más cómodo valerse de la generosidad de un esposo que prefirió permanecer a su lado, a expensas de rehacer su vida. ¿Cuántas veces quiso revelarle su secreto? Si lo hubiera hecho, con seguridad, lo hubiera perdido.

¡Cómo vivir sin él!  Por eso, rogaba a los cielos para que nada se interpusiera entre ellos. Lo había deseado tantas veces… ¿Fueron los dioses quienes la lanzaron por las escaleras? Un pensamiento frecuente se había hecho realidad. Ahora eran ellos dos y nadie más. No imaginó que el remordimiento se instalaría, para siempre, en su alma.  Podía deshacerse de eso confesando y partir en libertad. ¿A costa de la tranquilidad de un hombre en su recta final? ¿Era el pago al sacrifico de quien no se apartó de su lado? Prefirió callar. Antes del último suspiro pensó: Si él pudiera escucharme.

En el cementerio, el viudo era abatido por las dudas. ¿Las mujeres sólo se casaban para procrear? ¡Si le hubiera dicho que a él no le gustaban los niños, nada hubiera pasado! Cuando supo que su esposa estaba embarazada, empezaron los problemas. No pudo evitar que se le agriara el carácter, frente al hijo por venir. Comenzó a desear que ella abortara. “Cuidado con lo que pides, no sea que se te conceda”, decía Confucio.

La tragedia fue el medio que utilizó para demostrarle cuán grande era su amor, hasta que se le fue deshaciendo con el tiempo. Decidió continuar a su lado como penitencia al egoísmo, que había llevado a su mujer a la desesperación. Cada vez que la veía afligida, con intenciones de expulsar lo que le socavaba el alma, lo impedía con un abrazo, aunque el abismo entre los dos no dejara de profundizarse.

Le dolía verla atrapada en la almeja del desconsuelo. Intentó compartir con ella el secreto de sus ruegos por impedir que una criatura, por muy hijo que fuera, acabara con la felicidad de un matrimonio de dos. Si hubiera sido sincero, tal vez, ella hubiera podido abandonarlo y ser feliz con otro. No hubiera enfermado y disfrutaría con los hijos y nietos de sus sueños. En las postrimerías de la enfermedad, quiso pedirle perdón por torcer el curso de su destino. Prefirió no hacerlo. Ahora, solo y arrepentido, pensó: Si ella pudiera oírme…

Olga Cortez Barbera


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domingo, 11 de diciembre de 2022

Cartas

 




Giro la llave y la puerta se abre. El silencio y el polvo sobre las cosas me proporcionan un sentido de irrealidad. Es la primera vez que la sala me recibe sin la voz autoritaria, paradójicamente suave, de la amiga de mi madre. Me detiene, por un instante, el respeto; la casa es un templo que estoy a punto de profanar. Nunca antes me he enfrentado a esta situación y eso me genera una mezcla de tristeza e impotencia. Entiendo que hace ratos, familiares y amigos contemporáneos, incluida yo, también están a poca distancia de traspasar el umbral hacia lo inexorable. Sin embargo, el corazón me lleva a fantasear que aún falta para eso.

Tengo la misión de poner todo en orden. Sus hijos viven en el extranjero y no se sabe cuándo podrán venir. Debo poner manos a la obra... ¿Por dónde empezaré? ¿Por la cocina? ¿Las habitaciones? ¿La sala? Dónde sea, me llevará varios días. El reloj de pared se detuvo, como el ritmo de las habitaciones que parecen lamentar la ausencia de su dueña. Qué cantidad de adornos hay, cuántas cosas antiguas. ¡Por supuesto! Tenía tantos años viviendo sola... Tal vez, los estragos de la edad no le permitían salir de compra. O, quizás, había perdido el interés de andar renovando el mobiliario. Como quiera que sea, tendré que seleccionar lo que se puede vender, regalar o echar a la basura.

Paso a su habitación… Aún conserva su aroma. Acostumbraba estar “punta en blanco” y bien perfumada. Aunque nadie la visitara, salvo la enfermera y algún nieto que viniera a darle la vuelta. La amiga de mi madre rondaba los cien. No obstante, hacía gala de tan buena salud que se la pasaba visitando a sus hijos lejanos por temporadas. A su regreso, era frecuente oírle comentar:

—Allá lo tengo todo. Lo que me haga falta, no tengo más que pedirlo. Pero, ¡qué va, mijita! Yo prefiero vivir aquí porque no hay nada mejor que estar en mi propia casa.

La habitación es verla a ella. Todo en orden y conservado. Las sábanas están inmaculadas, como si el polvo hubiera decidido respetar ese santuario. Pareciera que la esperan para que, recostada sobre las almohadas, relea sus revistas de costura y repostería. Comienza la inspección. Cuánta ropa hay en el closet, cuántos perfumes… Y yo con la extraña sensación de que estoy violando su intimidad.

Por todas partes hay fotos: en las paredes, las mesitas y las gavetas. La vida familiar en blanco y negro o a color… Tropiezo con un grueso paquete, totalmente cosido. Mi obligación es abrirlo. Puede que sean documentos importantes. No, es un montón de cartas. Así serían de importantes para ella que quiso protegerlas de esa manera. Siento que no tengo derecho a leerlas, antes de consultarlo.

Me sugieren que las clasifique por remitente y las haga llegar a cada quien. Me pongo a la tarea y la curiosidad me vence. Mis ojos hacen el recorrido por unas líneas desbordadas de amor y de nostalgia. Los primeros tiempos de sus hijos en otras tierras no fueron fáciles. Supongo que tampoco para ella. Por fortuna, todo fue cambiando para bien.

La casa está limpia y ordenada. Tuve que botar tantas cosas, que no puedo deshacerme de un dejo de remordimiento. Porque lo que consideré que podía desecharse, formó parte de sus objetos preciados, elegidos con gusto y atesorados por afecto. Ahora, estas cartas…

“¿Qué vamos a hacer con ellas?” —me han dicho esta mañana—. “Rómpelas y bótalas”. Las tomo entre mis manos y las aprisiono contra el pecho, quizás, como hacía ella cuando terminaba de leerlas. No me corresponde destruirlas. Así que las dejaré en una gaveta para que sea otro quien se encargue de esa tarea.

Olga Cortez Barbera  

 

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